En nombre de M
Dedicado a las víctimas de abuso sexual infantil
M. casada, 2 hijos, me pidió que contara su historia. Cuéntalo todo, dijo: ¡Grítalo a los cuatro vientos! Tiempo atrás escuché peticiones similares, pero mi apego por la ficción me llevó por otros rumbos. Hoy cumplo este compromiso, porque la historia de M es de aquellas historias que pasan desapercibidas, se convierten en un nudo que oprime la garganta, hasta que un día cualquiera estallan fuera de la boca, impactando los oídos de quienes las escuchan, endureciendo el corazón de una sociedad indolente, que libera a los victimarios para condenar a las víctimas.
Todo empezó cuando su hija menor crecía. La pequeña tenía 6 años y corría por los pasillos de casa. Fue entonces cuando aparecieron las imágenes mentales de M. En principio intermitentes y difusas, producto del cansancio según ella, un fenómeno que solía darse cuando la pequeña jugaba activamente o realizaba volteretas con gran despliegue de movimiento. Con el paso del tiempo aquellas imágenes se tornaron más nítidas, provocando en M una profunda ansiedad. Los recuerdos de sus vivencias familiares extrañamente se teñían con la sombra de la culpa, una culpa que la ensuciaba, en una especie de complicidad con el padre, a quien recordaba por sus manos enormes y la costumbre de espiarla cuando estaba en movimiento o entrar sigiloso al cuarto, abordándola de espaldas de una manera lasciva.
Tocaciones deshonestas le contó al marido, desde los 6 o 7 años de edad aprox. Se trataba de un tema ocasional pero reiterado. Ella pudo evitarlo la mayor parte del tiempo, pero la persuasión del adulto siempre se le imponía. Cuando cumplió doce años le contó a su madre, quien hizo vista gorda, diciendo que no le extrañaba, que ella vivió temporadas en el infierno por las conductas torcidas del marido, que aquello no era nada comparativamente y ya estaba en condiciones de evitar el asedio del padre.
M tenía 24 años cuando decidió consultar un psicólogo. Estuvo en psicoterapia durante casi tres años. Eso le permitió recuperar su malograda vida sexual y pudo lograr que esos recuerdos no interfirieran mayormente en la crianza de su hija, a quien alejó de los abuelos durante toda su infancia cambiándose de ciudad, ganando entre familiares la fama de mala hija, recibiendo ocasionalmente comentarios ponzoñosos que la señalaban como una persona indolente y fría, una mujer sin corazón que no permitió al abuelo jugar con la pequeña nieta, como era su deseo, según todo el mundo sabía.
Poco después que el padre de M muriera de manera intempestiva, ella tomó contacto con su madre y volvió a retomar el débil lazo que mantenía con sus hermanas. De su hermano menor apenas tenía noticias, años ya en el extranjero, al punto de tornarse extraño. M pensó muchas veces que era aquel joven quien faltaba en el puzle de su vida, para recobrar la esperanza en el amor y la familia.
El paso de los años no se hizo esperar. Los pequeños hijos de M fueron creciendo, retomaron el contacto con la abuela y las tías: T y L respectivamente. Fue así como M contó a sus hermanas aquel tema del abuso. L se mostró consternada y le ofreció todo su apoyo, pero con el pasar del tiempo y de manera incomprensible L actuaba como si nada hubiese escuchado, comentándole a M las mejores historias del padre, colgando retratos en cada esquina de casa, contando con tanto orgullo algunas de sus hazañas. T la hermana menor, fue bastante más lapidaria y se encargó con acciones de hacerle notar a M lo molesta que se encontraba por calumniar a su padre.
Ella cuenta su historia y va quedando sin palabras. No siempre ocurre que el tiempo da razón a quien la tiene, dice. Supone que vivir la vida es asumir injusticias, perdonar una que otra, será parte de lo mismo.
Quiero responderle a M y tampoco tengo palabras. Quizá escucharla en silencio sea todo cuanto necesita, para hacerla comprender que la negación, es una potente arma de sobrevivencia, cuando la cruda realidad amenaza llevarse los sueños y las estatuas de barro se deshacen bajo la lluvia.
© Roxana Heise
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