Entrega 1: El encuentro con User
Hacía solo unos minutos que las saetas del reloj, levantándose en armas pacíficas, con aire indisimulado de junco, se habían unido en el cénit de la esfera del tiempo, mirando al cielo infinito, para renovarse en una nueva jornada. El calendario, inagotable, ante la orden silenciosa pero inexorable de las doce marcó ese nuevo día, consolidando, una vez más, la paradoja lingüística de que el día empieza en plena noche. Era el 20 de octubre de 2020.
Todo estaba extrañamente en calma. Madrid no es una ciudad silenciosa, pero aquella noche, parecía que estaba transida por un silencio raro y hermoso que la hacía apetecible hasta para las estrellas. Y aunque hacía tres noches que la luna había iniciado su creciente, todavía era escasamente visible para mis ojos que buscaban con ansiedad algo más de luz en aquella penumbra sobrevenida, sobrecogida por ella misma.
Había sido un día duro, muy duro. Y para evitar recordar los últimos acontecimientos había iniciado una especie de huida por la ciudad. Como un paseo sin término y, hasta a veces, me parecía que sin retorno. Lleno de indignación por los sucesos recientes que habían dado un vuelco a mi vida, lleno de angustia por el futuro incierto que me habían creado, deambulaba errante por una ciudad que, a pesar de conocer muy bien, esa noche me parecía extraña. No quería pensar, me dolía demasiado. Solo deseaba que el tiempo transcurriese veladamente para intentar asumir tanta traición, tanto dolor. Tanta miseria acumulada que se anidaba en el lado izquierdo del pecho, sintiendo un nudo que me impedía respirar con la tranquilidad que ansiaba y que se me escapaba con las alas de lo incierto. En los momentos más tensos me repetía a mí mismo, no sé si con el suficiente coraje: ¡Ánimo, Martín!, ¡que con esto también puedes!
Había sido un día duro, muy duro. Y nada presagiaba que iba a cambiar. Solo me quedaba caminar, sin rumbo, morder el espacio con la rabia que me sobraba, respirar a duras penas con el aire que me faltaba. Siguiendo esa ruta no meditada, llegué hasta el Parque del Oeste. Allí, si cabe, el silencio era todavía mayor, más profundo, más denso y recio. Eso sosegó un poco mi ánimo. Me adentré en las inmediaciones del Templo de Debod. Su presencia, tan antigua y tan hermosa me pareció imponente y aunque lo había admirado muchas veces, eso no impidió que un temblor recorriera mi piel ante tanta magnificencia. Era difícil asumir tanta belleza, y eso me proporcionaba, por fin, una sensación agradable, una visión que se colaba por los jirones de mi alma, arreglando roturas, cosiendo desapegos. Me paré contemplándolo y mi espíritu se confundió con la neblina que parecía rodear el paisaje. No había nadie alrededor o, al menos, eso era lo que yo creía. Nadie, sólo yo; es decir, nadie.
Me senté en el bordillo del estanque que rodea las puertas que hay antes de llegar al templo. Mi mirada se quedó flotando en aquellas aguas tranquilas en la que nadaban brillos de luna y se me onduló el corazón en una calma renacida que me hacía falta, mucha falta, en aquellos momentos de desasosiego, de querella con la vida.
Así estuve un tiempo que no supe medir porque no quise sentir. La noche transcurría y, poco a poco, me iba conciliando con mi propia existencia. A la amargura acumulada le iban brotando ya, unas verdes hojas de esperanza. Al fin y al cabo, ése es el motor de la vida.
De pronto, inesperadamente, se apareció ante mí la figura de un personaje vestido a la manera del Antiguo Egipcio. Mi sorpresa fue inmensa. Tanta, que no sabía a qué atenerme. Por un lado, veía con claridad meridiana a ese hombre; pero, por otro lado, era evidente que no tenía una corporeidad normal, entendiendo como tal la que tenemos todos los seres humanos. Le faltaba densidad y no producía sombras a su alrededor. Por un momento pensé que se trataba de un fantasma. Es cierto que aquella noche me había tomado dos copas, pero en absoluto las suficientes para tener una visión de este tipo. No podía admitir que se trataba de una alucinación porque mi formación racionalista me impedía considerar semejante opción. Mientras continuaba con ese debate interno, noté como aquel hombre hacía un leve movimiento, lo que indicaba claramente que se disponía a hablar. Y yo, callado, permanecí inmóvil esperando. No podía hacer otra cosa porque la realidad, o al menos la apariencia de realidad, no me permitía tomar una determinación distinta de la de quedar a la expectativa. La situación me superaba y llegué a la rápida conclusión que lo más razonable era esperar a que aquella aparición se manifestase en algún sentido como parecía que se disponía a hacer.
Y, finalmente, el hombre habló. Tenía una voz potente, grave y clara y se expresaba en el idioma español con una exquisita corrección, aunque un ligero acento norteafricano delataba su procedencia.
– Sé que es Vd. periodista. Y también sé que escribió en una ocasión del Templo de Debod, en el cual nos encontramos ahora. Le supongo, pues, que recordará Vd. cómo llegó este templo desde Egipto hasta Madrid.
– Si, claro. Puede que haya olvidado algún detalle, pero, en general, recuerdo perfectamente las razones por las que Egipto donó el templo a España, incluso alguno de sus detalles más curiosos.

Entonces, suspendí mi disertación, esperando la contestación de mi enigmático acompañante. Observé que me miraba fijamente, escrutando mis rasgos faciales. Era evidente que quería que me extendiese un poco más en la explicación para cerciorarse de que, efectivamente, recordaba la historia del Templo. Así que proseguí con la disertación:
– Todo tiene su origen en los hechos que acaecieron en la construcción de la presa de Asuán, en 1907. Estos son sus primeros antecedentes.
Mi acompañante asintió levemente con la cabeza, lo que me dio más ánimo, aunque fuese sin mucho brío, a seguir con mi improvisado relato.
– Tras la construcción de la presa, el templo permanecía bajo el agua alrededor de nueve meses al año, y sólo en el verano, cuando bajaba el nivel del agua estancada, daba un respiro a la piedra. Claro, esta situación tuvo como fatal consecuencia que mermara ostensiblemente su estado de conservación, especialmente la policromía, por ser todavía más vulnerable.
En ese momento, intervino mi interlocutor, diciendo:
– Esa fue la razón, el constante deterioro del templo, por lo que el Servicio de Antigüedades de Egipto, puso en marcha una primera reconstrucción del santuario.
– Así es, contesté -pero otro problema vendría a ensombrecer más la situación. Más tarde, en las postrimerías de los años cincuenta, Egipto puso en marcha el proyecto de una nueva presa, mucho mayor que la existente y, por lo tanto, potencialmente más peligrosa que la anterior para la conservación de los restos arqueológicos de la zona, ocasionando un serio peligro, incluso, de desaparición.
De nuevo, mi interlocutor intervino:
– Esta alarma hizo que, en 1961, el templo de Debod fuera trasladado piedra a piedra hasta la isla de Elefantina, situada en las cercanías de Asuán. Un año después, España participó activamente en el salvamento de los restos arqueológicos de Nubia, aportando los fondos necesarios, así como colaborando en la excavación de algunos yacimientos.
– Claro, quise concluir – Finalmente, como agradecimiento a esa colaboración, Egipto donó a España el templo de Debod, que fue trasladado a Madrid, piedra a piedra, donde se volvió a reconstruir fielmente, alojándose aquí donde nos hallamos ahora, en el antiguo emplazamiento del Cuartel de la Montaña, hoy Parque del Oeste. Un lugar privilegiado para un tesoro como éste.
Después de estas palabras, los dos reaccionamos de la misma forma. Elevamos nuestra mirada y repasamos el aire que nos rodeaba como intentando mirar desde arriba el maravilloso templo y el entorno en el que había sido ubicado. Verdaderamente era una vista magnífica. El templo de Debod se alzaba del suelo con una majestuosidad indescriptible y los alrededores habían sido trazados con tanta delicadeza que parecía estar depositado sobre un pañuelo de finísima seda. Todo invitaba a la quietud del alma y la contemplación serena de tanta belleza como allí se encontraba, como allí se respiraba.
Al fin, tras esos momentos descritos en los que la contemplación de la belleza borró las dudas que sobre el otro teníamos ambos, el egipcio continuó hablando:
– Magnífico, veo que está al corriente de la historia, lo cual es especialmente conveniente para el caso que nos ocupa, pues nos ahorra muchas explicaciones previas. Pero me presentaré, porque es previsible que no me conozca. Mi nombre es Useramon, también conocido por User. Hijo de Ahmose Ametu y Ta-Amethu y esposo de Tiuiu. Por vuestro extravagante calendario, nací en el año 1470 a.C. en la gran y opulenta Tebas, ciudad de las ciudades.
– Presumo, por su porte y apariencia, que es un escriba – le dije, con cierta suficiencia, animado por el elogio que me había hecho el egipcio sobre la historia del templo.
User no pudo dominar su decepción, que se marcó en su rostro dándole una expresión dura y de marcado reproche, ante aquella manifestación de ignorancia. Reponiéndose del disgusto, y porque ya veía que tendría que tener algo de paciencia conmigo, pues no parecía considerarme muy versado en las particularidades del Antiguo Egipto, me dijo en tono solemne:
– Soy, o quizás debiera decir fui, algo más que eso.
Continuará…