Esas -mis- Navidades infantiles, o quizás no tanto
Yo debería, en estas fechas, estar dedicada a escribir sobre algún tema científico (evidentemente quedará postergado para fechas futuras, los archivos de información básicos ya están almacenados) pero creo que ya comenté que la ventolera puede dominarme y esta es una de esas ocasiones. Engripada durante un largo fin de semana, con unas excelentes revistas de cocina a mi vera y un arrebato de pasión culinaria hicieron que postergase la ciencia en beneficio de la navidades, concretamente de los recuerdos infantiles de mis navidades.

Que me llamen consumista o el adjetivo que más les satisfaga, pues tengo que confesar que adoro esta época. Esa con calles adornadas con luces que podrían convertir fácilmente las noches en día, pareciendo a veces que nos hemos internado en un bosque mágico que estuviese alumbrado por una legión de luciérnagas. Tiempo para belenes -bien caseros, bien institucionales, vivientes o inertes-, para abetos tanto naturales como sintéticos, adornados con bolas y tiras de espumillón, en ocasiones casi minimalistas en su decoración, en otras rozando el abigarramiento, bien amazacotados, plenamente excesivos; todos esos días que realmente pueden ser una más que excelente excusa para encuentros (o desencuentros, que cada cual elija lo que le plazca), comidas, meriendas o cenas más o menos pantagruélicas, esos buenos pretextos para reuniones de parentelas, amistades varias o compañerismos diversos.
Tiempo de regalos y obsequios, amigos invisibles, mágicos o palpables, para deleites en familia o torturas de parentelas. Como siempre ocurre, cada uno tiene una visión según le haya ido la fiesta y es obvio que a mí me ha ido de fábula; quizás sea que la parte optimista de mi cerebro (mi corteza orbifrontal debe estar muy desarrollada) es quien dirige el cotarro de los recuerdos navideños y por tanto, ha desechado las evocaciones infaustas y molestas -si es que las hubo-, quedándose con todo un hermoso montón de reminiscencias que sólo de pensar en ellas me hacen sonreír, (¿cómo se podría denominar a una melancolía sin pena, a una nostalgia sin tristeza?). Así siento que son mis recuerdos navideños, y creo que va siendo hora de comenzar a detallarlos.

Nací en el primer mes de la década de los sesenta y los primeros recuerdos que afloran rozan por debajo la mitad de dicha década pues fui muy precoz en ir al cole, sobre todo para las costumbre de mi barrio. Por aquel entonces aún no se estilaban los festivales navideños en los colegios, así que no tuve nunca el discutible placer de andar disfrazada de pastora (o con mala suerte, de árbol o piedra), como mucho se decoraban las clases con nuestras propias y sencillas manualidades y se ensayaban villancicos pero siempre en el entorno reducido de cada aula, con la única presencia de la maestra de cada clase y a lo sumo alguna visita repentina y esporádica de la directora o el paseo hasta las aulas contiguas para contemplar la decoración navideña de otras clases y constatar que la nuestra era la mejor, incluso en alguna ocasión podíamos rendirnos cuando una sobresalía exageradamente (pero debía de destacar mucho para concederle ese honor). Las verdaderas navidades, para nosotros los niños, comenzaban en el mismo día que las vacaciones escolares y que siempre irán unidas en mi memoria al sonido del sorteo de la lotería navideña, esa cantinela repetitiva tan peculiar e inconfundible de los niños del colegio de San Ildefonso (dos milloooones de peseeeetas, y aún hoy día continúan pero con euros). Y nos estrenábamos en ellas con la instalación del belén, cuya complejidad dependía del gusto y presupuesto de cada familia y con la superficie disponible en cada hogar. Primero había que desocupar el lugar de la ubicación, el fondo se cubría con una cartulina que vendían expresamente para la labor y que imitaba un cielo estrellado; por delante se colocaban ollas que cubríamos con papel marrón de envolver, simulando las montañas de Galilea pues nuestros belenes siempre estaban en tierras montañosas, independientemente de cómo fuesen en realidad. A continuación poníamos hierbajos y ramitas que se cogían del campo -es decir, de enfrente de nuestra casa, que Carranque aún era un barrio del extrarradio de la ciudad- creando el suelo y con unos puñados de tierra (los más puristas traían arena de alguna playa malagueña) representábamos el desierto por dónde venían los Reyes. También necesitábamos tiras de papel de plata para simular el riachuelo; cierto que desconocíamos totalmente la geografía del lugar pues era lejano y exótico pero eso no nos detenía ya que en algún lugar había que poner el puente y colocar a las lavanderas. Una vez que habíamos acabado la superficie del sagrado territorio tocaba la colocación de las diferentes figuritas: casas de diferentes tamaños y estructuras, pozos, hogueras, patos, cerdos, ovejas, cabras, pastores, lavanderas, pajes, camellos, Reyes Magos y por supuesto el pesebre y sus inquilinos (la Virgen, San José, el niño, el ángel, la estrella, la mula y el buey) . Y en esta labor nos entreteníamos toda una mañana o el día entero. Y si la madre era ingeniosa podía alargarse durante un par de días.

La tradición del árbol o pino (que Málaga está muy al sur y allí los abetos ni se conocían ni había esperanzas de obtenerlos) como elemento navideño apareció unos cuantos años después pero también me cogió en edades tempranas porque la memoria asimismo me trae evocaciones de todos ellos. Los hubo artificiales y también naturales, estos últimos “adquiridos” en cualquiera de los campos y montes que rodean Málaga, que lo de preservar el entorno y los espacios naturales no aparecía en ningún vocabulario de la época. Me hipnotizaban los espumillones de todos los colores que se podían encontrar en los comercios (la niñez no entiende de minimalismos), me encantaban esas bolas de plástico -las de cristal no eran convenientes habiendo criaturas inquietas en casa- de chillones colores, todos los imaginables, las muchas clases de figuritas para colgar (pajaritos con o sin jaula, angelitos, hojas de acebo, lacitos, estrellas de diferentes tamaños, piñas plateadas o doradas, etc). También había que comprobar el estado de zambombas y panderetas y escribir la carta a los Reyes Magos, una de las tareas infantiles más esperadas y ansiadas.

Las navidades estaban en marcha y nosotros más que suficientemente preparados para vivir y disfrutar de las siguientes fases. Eran tiempos de economías notablemente más humildes que las actuales (esperemos que las aciagas y cada día más frecuentes crisis no nos conduzcan a estadios parecidos) y era imposible costear de golpe todos los gastos relacionados con los días navideños. Por eso las madres -¡ay, sesudos economistas y gurúes de las finanzas, cuánto deberían ustedes de aprender de ellas!- ahorraban durante todo el año para cuando llegaran esas fechas. Desde el día siguiente al de Reyes, en cada compra que se hacía en el colmado de ultramarinos, ellas añadían libremente una pequeña, casi minúscula, cantidad a la factura diaria, cuota que el tendero anotaba metódicamente en las cartillas (dos libretitas de las más baratas, una que guardaba él y la otra al cuidado de la clienta) y que ambos custodiaban desde ese momento como la más eficaz de las entidades bancarias. Durante todo el año, día a día, peseta a peseta, iban engrosando esos curiosos y preciosos ahorros. Y llegaba el momento de otro emocionante y esperado acontecimiento, el conmovedor resultado de tantos días de ahorro (así lo veo hoy en día y mientras escribo estas líneas siento un punto de orgullosa emoción que tenuemente me humedece los ojos). Las madres iban a la tienda, con sus carros y cestas de la compra y muy bien escoltadas por todos los niños de la familia, a gastar todo el importe de la cartilla. Así, de golpe, todo un festival de manjares (a nuestra edad no teníamos muchas más referencias) que poco a poco iban abarrotando las cestas. Latas de melocotones en almíbar, de mantequilla de Flandes, de chorizos en manteca colorá, tabletas de turrones, cajas de tortas Ramos duras y también de las tiernas, mazapanes, frutas escarchadas, ristras de choricillos de Cantimpalo, salchichones de Málaga -marca Prolongo, detalle totalmente esencial-, cantidades colosales a nuestros ojos (mucho más, pero que mucho más que cuarto y mitad) de jamón serrano y de salchichón de Vic, de panceta y mortadela de aceitunas, todo cortado en lonchas de un grosor increíblemente fino; los tenderos eran artistas sublimes en el arte de cortar a máquina y cotidianamente hacían milagros con la mitad del cuarto y en ese momento, con esas cantidades tan superiores lograban rozar el umbral de los festines. Por supuesto debía estar la imprescindible caja de mantecados, alfajores, roscos y polvorones; esa que en las casas donde había zampones impenitentes se guardaba en el armario del dormitorio matrimonial, a veces bajo llave, a fin de que sobreviviera durante todas las navidades, alguna botella de anís dulce (en mi casa siempre de La Asturiana), de ponche y/o brandy (no había que olvidar también había hombres en las casas aunque no hayan aparecido hasta ahora en este relato) y la sempiterna sidra El Gaitero. Todo lo que nos gustaba y deseábamos comer comprado de golpe, el épico sueño de una infancia glotona que no acostumbraba a disfrutar de gloriosos banquetes.

Se incrementaba el festín navideño con la preparación de las recetas caseras propias de esas fechas, con pequeñas diferencias de cada domicilio, incluso de cada miembro femenino de la familia. En mi casa eran el lomo en manteca (no apto para organismos con niveles altos de colesterol pero espectacular en sabores y olores, qué potente resulta la unión de los aromas del vinagre y del orégano) blanca o colorá, con o sin chicharrones, con o sin zurrapa; los borrachuelos (que de alcohol sólo llevan una pequeña cantidad de anís en la masa) y rosquillas. En estas labores también participábamos los niños con pequeñas tareas, y sin distinción de sexo. Amasar un ratito, ayudar en el repulgo de borrachuelos, pasar rosquillas por el azúcar, embadurnándonos todo lo que nos dejaban los mayores y una mijita más.
En mi casa nunca fueron partidarios de celebrar la Nochebuena, eran sólidos incondicionales de la Noche vieja. Tal vez se debió al imperturbable anticlericalismo de mi padre o a la más que probable imposibilidad de sostener económicamente dos copiosas cenas con sólo siete días de diferencia por lo que había que optar por unas de esa dos fechas. De la Nochebuena infantil tengo por tanto pocos recuerdos, una cena bastante normal o quizás con algún detalle extra y como mucho asistir a la Misa del Gallo en la iglesia de mi barrio. Y no debió acontecer en muchas ocasiones o me impresionó poco porque mis recuerdos son escasos y muy vagos, imágenes muy dispersas, como ocultas, bastante borrosas. En cambio, sí que las celebré y mucho en casa de Mario pero eso ocurrió después de haber cumplido los dieciocho, diecinueve o incluso los veinte, por eso no toca ahora hablar de ello, no son recuerdos de infancia. Y así, entre villancicos, polvorones y mantecados se pasaba la Nochebuena y llegaba el día de los Santos Inocentes; tampoco tengo muchos recuerdos aparte de pequeñas bromas y las inocentadas que veíamos por la tele.

El mismo día se celebra la fiesta de los verdiales, el baile folclórico malagueño que nació en los pueblos que están en los Montes de Málaga, en el valle del Guadalhorce y en la Axarquía y que se remontan a tiempos de los fenicios, de los romanos y de los musulmanes. Las pandas de verdiales (grupos de músicos con instrumentos como panderos, violín, guitarras, platillos e incluso bandurria y laúd en las de estilo Comares) de esos pueblos -Colmenar, Almogía, Casabermeja, Comares, Álora, etc.- se reunían en la entrada de Málaga, en los alrededores del pantano del Agujero y cantaban durante todo el día mientras el público presente se arremolinaba alrededor de ellas, ora una ora la otra, disfrutando de la música, el vino dulce y las comidas que llevaban para pasar el día. No recuerdo haber acudido nunca a una de ellas hasta que no llegué a la veintena pues a mi padre nunca le gustaron las aglomeraciones (con la tonta excusa de que ya veía a suficiente tropel de gente durante toda su semana laboral) ni los lugares donde se bebía más de la cuenta (en su juventud estuvo varios años al frente del bar de su madre y allí los aborreció) y en los temas que mi madre consideraba intrascendentes (como ver los verdiales) siempre decidía él. Puedo no haber asistido a ninguna pero forman parte de mis recuerdos; lo mismo que tampoco vestí jamás el famoso traje de verdiales que pocos años después se harían imprescindibles entre las niñas de mi barrio y colegio, me pilló ya un poco grande cuando se impuso esa moda, y ya andaba persiguiendo otras más interesantes y foráneas.

Atún a la marinera
Ingredientes:
750 g de atún fresco, Tomates, Pimientos verdes y Cebollas. Sal y Colorante.
Aceite de oliva. 250 cc de vino blanco. Pimienta Negra.
Laurel 3 o 4 dientes de ajo.
Desangrar el atún en agua con vinagre.
Picar en brunoise muy fina todas las verduras.
En una cacerola ir alternando capas de atún y de verduras picadas.
Agregar la sal, el colorante, el aceita, la pimienta, el laurel y los ajos picados, el vino y un poco de agua.
Cocer a fuego medio hasta que la verdura esté en su punto.
Y por fin llegaba la Nochevieja. Como conté antes, nos encantaba esta fecha, era una de las más especiales de todo el año. Mi padre era un hombre nada trasnochador, principalmente porque debía levantarse antes de la cinco de la madrugada para ir a trabajar (siempre me encantó despertarme cuando él se marchaba, oír desde la cama el sonido de los tacones de las pocas mujeres que caminaban por las calles a esas horas de la madrugada y que resonaban a gloria en mis oídos, el olor que se mantenía en la casa de la infusión de zajareña -o zahareña- que tomaba para la úlcera de estómago, una labiada conocida desde tiempo de los griegos por sus propiedades antiulcerosas).

Pero en esa noche cambiaba el hábito y aguantaba hasta bien entrada la madrugada. También era especial para mis abuelos maternos (mi padre al casarse se encontró con el lote añadido de los suegros y la cuñada a los que mantuvo económicamente hasta el final de la vida de cada uno de ellos). Diariamente comían y cenaban antes que el resto de la familia y casi siempre en la cocina pero en esa noche se unían a nosotros en la mesa del salón y la abuela después de cenar se lanzaba (supongo que tras haber olido el vino o la cerveza) a recitar sus tradicionales poemas y trabalenguas (…vino vinín de villacopín de villana copa…) y que eran muy celebrados por el resto de la familia año tras año. Nos encantaba ver cómo esa más que discreta mujer de repente se transformaba y adquiría maneras teatrales como una experimentada rapsoda mientras declamaba sus poesías. Respecto a la comida, mi madre invariablemente preparaba el mismo plato cada año (la comida de fiesta, junto con los callos que se comía en otros momentos), atún a la marinera. Seguramente hoy día se considerará poco navideño, pero esa era nuestra especial cena para la Nochevieja, posiblemente porque era una de sus más refinadas creaciones culinarias y de las más costosas; escasas veces más en el año volvía a cocinarla. La gastronomía de aquella época poco tenía que ver con la actual, al menos la de mi casa y la de mi barrio. Después nos sentábamos todos alrededor de la mesa a ver el programa televisivo de Fin de Año para esperar el momento de las campanadas desde la Puerta del Sol. A estas alturas de la noche mi abuelo ya se había acostado y el resto seguíamos la fiesta (nos conformábamos con poco, ya se ve) mientras preparábamos las uvas (la sibarita de mi hermana incluso las pelaba y le quitaba las pepitas, costumbre que todavía le acompaña en las nocheviejas) malcantando algún villancico si lo que había en la tele no nos gustaba -vamos, que no fuese del agrado de mi padre, que era el cabezón, más que cabeza, de la familia-. Llegado el momento del cambio de año, seguíamos casi con devoción el momento de las campanadas y casi todos los años le tocaba atragantarse a algunos de nosotros, acompañadas por supuesto con la tradicional cipota de sidra El Gaitero, a temperatura ambiente, obvio, que para eso estábamos en pleno invierno (con “gélidas”temperaturas mínimas de ocho o nueve grados). A veces, venía alguna vecina a felicitar el año Nuevo, con invitación explícita de copita y mantecado o rosco, y otra vez a ver el programa de televisión -sólo existía una cadena, la segunda era privilegio de grandes capitales entre las que Málaga no se encontraba- hasta que poco a poco nos íbamos quedando traspuestos en las sillas y sillones y después de lo vivido, bien a gusto que nos íbamos a dormir a la cama.

Entrábamos ya en la gran semana de la chiquillería y había que portarse especialmente bien, que los Reyes y sus pajes veían y lo descubrían todo, controlaban al mundo en su integridad y nosotros no podíamos correr ningún riesgo so pena de perder los regalos solicitados. Cada niño tenía su rey favorito, en el que concentrábamos nuestras pequeñas mentes a fin de que fuese lo más generoso posible; el mío era Baltasar, posiblemente porque lo encontraba extremadamente exótico y llenaba mi cabeza de aventuras, que siempre fui de imaginación generosa. La emoción y la impaciencia nos embargaba, la ilusión nos daba alas y alegría. La carta con nuestras peticiones hacía días que se habían enviado por correo o se podían entregar en mano a los pajes que abundaban en varios puntos del centro. De esta manera seguíamos esperando, aburridos, con la paciencia casi agotada (aún más la de los padres), hasta llegar a la tarde de la Cabalgata. Como era de esperar, mi padre remoloneaba a la hora de salir de casa y por eso casi siempre llegábamos al centro en el momento justo de verle la espalda a la última de las carrozas. Pero mi hermana y yo éramos de buena pasta y con un puñado de caramelos nos conformábamos; esas golosinas que un maravilloso paje siempre tenía la oportuna ocurrencia de guardar para nosotras y que en todas las ocasiones entregaba mágicamente a algunos de nuestros progenitores.
Ya sólo quedaba preparar la casa para la venida de los Reyes. Los calcetines preparados (no recuerdo dónde los poníamos porque en mi casa no había chimenea ni nada que se le pudiese parecer), el plato con leche y galletas para los camellos, las copitas de anís para los Reyes (tan castizos como los mismísimos malagueños) y nos íbamos a dormir, aún más temprano que de costumbre, no fuese que por algún extraño problema de agenda tuviesen que empezar a repartir por mi casa y nos encontrasen desgraciadamente despiertas. No tengo recuerdos ni de nervios especiales ni insomnios, evidentemente la sobrecarga de excitación actuaba como el mejor y más potente de los ansiolíticos. Y cuando era bien de día, amanecido desde hacía un prolongado rato, se oía el sonido de una trompetilla -en mi casa nunca estuvieron dispuestos a madrugar gratuitamente ese festivo- que nos anunciaba que los Reyes y su cortejo acababan de abandonar nuestra casa y que desde ese momento ya podíamos levantarnos sin riesgo de actuar con imprudencia.

¡Qué maravilloso momento! Mi hermana y yo salíamos de nuestro cuarto a ese pasillo que desembocaba en el salón y allá nos esperaba los regalos, en el centro la mesa del comedor, dividida por una línea imaginaria y en cada mitad los de cada una de nosotras, duplicados todos, sólo pequeñas diferencias de color. Esa mesa siempre estaba llena con incontables regalos, pequeños y modestos, nunca nada de exagerado valor, no era necesario; gomas de nata, lápices de colores, bolígrafos, muñecas, vestiditos para ellas que cosía mi tía, todo era siempre más y mejor que lo que podíamos haber pedido, de lo que podíamos haber imaginado.

Del Roscón de Reyes no tengo memoria alguna, ni anécdota que destaque. Y mira que me extraña pues mi familia era tremendamente dulcera y para ellos no había mejor realce de cualquier ocasión que acabarla con dulces. Tampoco puedo afirmar que no existía esa tradición ya que se remonta a la época de los romanos. Sólo puedo concluir que esa falta de recuerdos se debe a que no era nada golosa durante mi niñez, es más comer era un pesado fastidio en mi vida, una insoportable obligación que restaba tiempo a mis muñecas y a mis indios y vaqueros.

De cuando fui un poco más mayor (supongo que fue alrededor de los diez años) y ya sabía quiénes eran realmente esos fabulosos magos, tengo uno de los mejores recuerdos de mi vida: mi madre y mi tía me llevaron durante esas vacaciones a la librería Denis. Allí detrás del mostrador había una habitación pequeña, con estanterías que iban desde el suelo al techo (esa es la imagen de mi recuerdo) y en ellas se ordenaban todos los libros infantiles de la editorial Bruguera. Pude elegir todos los que me gustaban pero sin exagerar (nunca fui abusona) para regalo de Reyes. Realmente me faltan palabras para explicar la cantidad y la dimensión de las emociones que me embargaron pero puedo asegurar (y hasta jurar por Snoopy si encarta) que fueron descomunales, que formaron un tsunami de entusiasmo, que me elevaron por encima de mi séptimo cielo. Allí elegí títulos que me han acompañado toda la vida y algunas historias hasta siguen siendo de mis favoritas actualmente (Mujercitas, Bajo las lilas, El último mohicano, Miguel Strogoff, La flecha negra, Hombrecitos, Corazón, La vuelta al mundo en 80 días o Cinco semanas en globo), incluso continuo conservando algunos de ellos, ajados como corresponde a sus casi cincuenta años de vida. También escogí alguno cuyo título a priori ofrecía expectativas inmejorables pero que sólo brindaron unas semanas de lectura y allí quedaron sus nombres, sus entresijos y sus personajes, enterrados en el olvido, sepultados en la niebla de los años.

Evidentemente esta forma de gozar los Reyes me sigue acompañando; no soy de comprar ni obsequiar grandiosos regalos sino muchas chuminadas, cuyos lujos y complejidades varían proporcionalmente con el nivel de mis finanzas, pero me encanta ver el salón de mi casa la mañana de Reyes lleno de muchos paquetitos. Qué le voy a hacer, quizás sea la válvula de escape de mi vertiente consumista, aún así no creo ser un caso digno de tratamiento psiquiátrico. Ya queda poco que rememorar y contar, pues después de todos estos días de tan intensas vivencias sólo nos restaba jugar todo lo posible antes de volver al colegio (nunca antes del día 8) y allí poder mostrar durante un rato los regalos más queridos a las mejores amigas, a las más leales. De esta manera se acababan las navidades y nos tocaba esperar hasta Semana Santa para coger de nuevo vacaciones, pero el hechizo terminaba ahí, en esos días, las demás sólo eran descanso (una palabra que no aparecía en el diccionario infantil).

Todos estos recuerdos y posiblemente algunos más que no he logrado rescatar o que todavía no han emergido han tejido la urdimbre de mis sentimientos respecto a las Navidades. Para mí siguen siendo mágicas, fascinantes y seductoras, sólo que la edad me ha cambiado de lugar en dicho teatro y ya no estoy sentada en el patio de butacas sino encima del escenario. Me gusta cocinar para mi gente, comprar y regalar, emocionarme con la añoranza de los que se fueron, disfrutar con los momentos de los que aún están. Sí, adoro las Navidades, y si alguien me quiere llamar consumista e ilusa, que lo haga. Porque yo me conformo con seguir sintiendo un vigor, una ilusión, una magia, un aliento cada vez que se acerca la Navidad.