Escribir es invitar a los muertos a tomar café
No sabría explicar, en ese momento crucial de su vida porque era escritor.
Existía una mezcla de:
Ritual sagrado.
De maestría de oficio
De necesidad orgánica
De tormento psicológico
De anhelo del alma
De hombre del Renacimiento
De equilibrio inestable
De desdoblamiento de su ser.
Escribir para él, era arrancarse violentamente de entre las gélidas sábanas de un duro invierno, y a la difusa y mortecina luz del alba que comenzaba a mostrarse por las vidrieras de su buhardilla; verter una a una, morosamente, cada gota de sangre que destilaba su espíritu.
A veces, sabía que escribir era algo parecido a: «invitar a los muertos a tomar café».
El primer tibio, desangelado y aún tétrico café del amanecer.
Mientras, los muertos tomaban asiento formando círculo a su alrededor.
Y le contemplaban.
Con ese conocimiento pavoroso, y al mismo tiempo imperturbable, qué debe producir la ausencia de toda pasión y el conocimiento de todos los misterios.
Después de aquella comunión fantasmal, en que creaba imágenes desde el sueño o bien sueños desde las imágenes.
Abandonaba la pluma sobre el papel y exhausto se derrumbaba de nuevo sobre el desmadejado lecho.
Dónde era juguete de una inquieta duermevela.
De un desasosegador sopor.
Hasta que bien adentrado el mediodía.
Sus párpados se abrían a la desazonadora realidad de su existencia.