Frontera

Bajo un cielo azul intenso, después de cinco días, llegué a la frontera una mañana de marzo. El aire frío que llegaba de las montañas, aún con nieve, arrastraba las flores de los almendros. La tierra, seca y ajada, estaba cubierta de pétalos.

En el puesto fronterizo un hombre armado me obligó a bajar de la furgoneta. Una construcción de cemento con dos ventanas y dos puertas metálicas cerradas, unida por detrás a otro edificio más bajo, y dos garitas independientes, formaban las dependencias del control. Delante del conjunto cuatro militares jóvenes, barbudos, vigilaban hasta el vuelo de los pájaros. Muy cerca, un grupo de hombres sin uniforme pero armados, se apiñaban rodeando a una hoguera; el humo, muy negro, subía en una columna compacta. No supe a qué olía ni qué quemaban, creo que bebían té. Dejaron de hablar para observarme, aunque enseguida me dieron la espalda y reanudaron la conversación. Dos de ellos abandonaron el grupo para registrar mi vehículo. Al igual que los guardianes, sin moverme del sitio, controlaba mi alrededor.

Pasado el edificio principal estaban las garitas, una más grande con una puerta de madera abierta, y la otra con dos ventanas sin cristales desde la que un militar me habló en un idioma que no entendí hasta que gesticuló exigiéndome documentación. Uno a uno mostré todos los documentos que me acreditaban como médico con experiencia en la zona, y el certificado de un Organismo Oficial que su gobierno reconocía. Al dárselos, expliqué en inglés que mi único propósito era ayudar a controlar la infección infantil que se extendía por los pueblos del valle, para lo que se había autorizado la entrada de especialistas extranjeros. El tipo, sin mirarme, examinó los papeles y me exigió más con la mano abierta. Sin saber si me entendía, le repetí la historia; detrás de mí, el grupo de hombres entorno al fuego hablaban en voz baja ajenos a mi presencia. Aproveché el momento y, con discreción, le ofrecí dinero que él apartó ofendido, murmurando entre dientes; moviendo la cabeza me negó el paso. Era evidente que no me iba a dejar entrar en el país sin acreditar algún permiso que yo no llevaba. Hice como que no le oí y retomé contar lo contado. No sé inmutó. En su silencio, escuché el murmullo del grupo y el chisporrotear del fuego al vaivén del viento. Miré mis botas salpicadas de pétalos. Tenía que salir de aquella situación sin que se notase mi apuro; controlar los nervios antes de que me traicionasen, pensar cómo atravesar aquel metro cuadrado de frontera y continuar el viaje; al otro lado, a pocos kilómetros me esperaban con el cargamento. Fuese cómo fuese, iba a llegar. En el horizonte, las paredes de las montañas escondían un valle con un pueblo donde quería pasar otro tramo de mi vida lejos de la comodidad cotidiana del hospital de Madrid. Y ahora… Los dos tipos seguían registrando la furgoneta, abriendo las cajas de material médico y rebuscando en las bolsas de equipaje. Me acerqué y cogí la más grande, llena de medicamentos, y la mostré como prueba al que me exigía más documentación. No reaccionó, y siguió con el trenzado del arco iris de cuerdas haciendo una pulsera.

No estaba en mis pensamientos el darme por vencida. No. Ni aceptar la vuelta atrás, aunque…, cualquier movimiento era peligroso. Opté por imponer autoridad y grité exigiendo que me dejaran atravesar aquella línea imaginaria, pero… Yo no existía ni para él ni para el resto. Todos me ignoraban.

Un nudo en el estómago, un mareo, una sacudida en las sienes y la sensación de que la sangre me hervía, luego… Comencé a llorar sin control. Los hombres que bebían entorno al fuego se volvieron entre risas, ahora sí, hablando fuerte; seguro que de mí. El que me retenía les contestó; dejó los cordeles de colores y examinó detenidamente toda la documentación explicándome, para mi sorpresa en inglés, que era imprescindible una autorización de su gobierno. Cerré los ojos para no gritar. Estaba desesperada. Pasé del llanto al sollozo recogido. No podía ser verdad lo que me estaba pasando. Y ahora… Me senté en la tierra alfombrada de primavera. Las lágrimas me liberaban, igual que los neveros que a lo lejos se precipitaban por las montañas. No me importaba lo que pudieran pensar de mí esos hombres. Sólo quería llegar a mi destino.

El militar encerrado en la garita se acercó sonriendo y sin mirarme. Pasó junto a mí al dirigirse al edificio contiguo, abrió la puerta de madera y entró; regresó al momento con una bolsa de plástico que me ofreció evitando mi mirada suplicante. No podía dejar de llorar.

La bolsa que me entregó contenía una tela pesada, de color negro. En inglés, me dijo que me la pusiera. Todos me miraban y se echaron a reír. No me quedaba otra. Obedecí, y entonces se produjo el milagro: ahora, sólo era una mujer.

Me vestí de sombra bajo el sudario, subí a la furgoneta y atravesé la frontera, un trozo de tierra cubierto de un manto blanco de flores de almendro, en busca de mi destino.


Texto y fotografía © María Cruz Vilar
soplaralcierzo.com

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