Hasta perder la cabeza (I)
A los patriarcas de mi vida…por siempre…
Veo tu rostro, tus ojos de perro apaleado, condenado para siempre como estás. ¿Quién lo habría imaginado? Si al menos vieras las velas alrededor del féretro, las rosas blancas que arreglé para ti, el aroma a nostalgia de utilería, las personas reales y falsas aquí presentes.
Te apagaste de pronto y el látigo del silencio golpeó mi indefensión, y ahora luces impertérrito, como cuando volvías sudoroso del trabajo, con la corbata medio desatada, el estetoscopio en el bolsillo, el mechón rubio sobre la frente y esa expresión de anestesia general. Hoy la paz baña tu rostro como si te hubieras marchado sin saber de velorios y no escucharas el rezo del rosario: Dios te salve María llena eres de gracia, el señor es contigo…
Éramos casi niños cuando nos conocimos ese día de campo, llevabas espinillas en la nariz y una timidez que me hizo tomar la iniciativa. Así, entre charlas triviales y canciones de Village Peoples comenzó nuestra historia. Con el tiempo llegaron las citas, los besos a orillas del río, las manos que buscan y buscan bajo la ropa ¿recuerdas?; y aquellas tardes en la casa del árbol que acogió nuestro secreto.
Vuelvo a seguirte por ahí, el perfume de tu cuerpo me transporta a otra dimensión, acá siguen rezando por tu alma, conmovidos con las dos lloronas contratadas por tu cuñado para mostrar a la prensa lo mucho que te hemos amado.
Tu paramédico te contempla, inclinado ante la escotilla. Lamenta no haberte acompañado hasta el final. Por suerte la nana ayudó a ponerte la camisa y aunque no pude acomodar la corbata por el temblor de mis manos, me abracé a tu cuerpo grande y edematoso, hasta que el frío traspasó mis mejillas.
El teléfono no paraba de sonar como si hubieras avisado a medio mundo.
Libre ahora del maldito tubo de oxígeno y sus burbujas, puedo llorar sin el estrés de tus quejidos, sin aquella expresión, sin el “te amo” que envejeció hasta avinagrarse, empeorando tu estado general y otra vez la maldita descompensación; la ambulancia, el tratamiento de shock y el zombi de tu médico en medio del páramo del dolor: Analgesia. Analgesia. ¿Necesita analgesia? ¿Morfina? Se hace resistente a la Morfina. ¿No me diga que se desprendió el catéter? ¿Habrá que puncionarlo otra vez? Eso no es nada. ¿No? Nada, entre tanto sufrimiento un pinchazo no es nada. La nana contempló mi cabello desgreñado, las bolsas de los ojos y las ojeras patéticas. Tan delgado estabas la última semana que parece increíble que haya costado tanto meterte al ataúd. Después de los trámites, esos papeles que firmé sin darme cuenta y el sujeto con cara de cuervo que habló del aire acondicionado en las carrozas, el rezador de rosario, las lloronas y el magnífico cementerio, recordé lo mucho que odiabas los velatorios o cuanto evitabas hablar del tema. Con el tiempo apenas murmurabas; tu voz y tu cuerpo bien dotado se extinguieron junto al amor que me tuviste. Lo cierto es que todo empezó a perder sentido hace años, tras la primera quimioterapia, mucho antes de la metástasis. ¡Cuánto cansancio! Incluso el paramédico acabó yéndose de viaje visiblemente fatigado. Ahora enjuga sus lágrimas y me mira como si tu muerte lograra alcanzarme.
Un golpeteo en mis sienes me trae de vuelta, una bella desconocida arropa mi espalda como si fuera mi madre. Semanas de dormir apenas, condicionada al horario de tus medicamentos.
Esta madrugada un grupo de gente llegó a casa, el teléfono sonaba incesante. Bajé tus párpados en medio del ajetreo. Algunos fumaban en la cocina, otros respondían sus celulares, todos parecían hablar lenguas extrañas, el mundo se volvió extraño, la fatiga se manifestó; caí acholloncada en un rincón del dormitorio con el rosario prendido a mi muñeca. Por suerte mis amigas me llevaron al baño para meterme a la ducha tras varios días sin bañarme. Hasta el jabón olía raro, inerte como tu cuerpo blanco, blando, suave, siempre perfumado y exquisito. ¿Tenía que ser así; sin previo aviso?
Continuará…
© Roxana Heise
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