Hasta perder la cabeza (III)
A los patriarcas de mi vida…por siempre…
Libre al fin de esos quejidos que me estaban matando, anclo el recuerdo a la bitácora de mi memoria y vienes con la actitud torpe de siempre, esa seducción inherente a tu intelecto y el ramo de flores del último aniversario. Las imágenes disputan el primer plano rejuvenecedor: vuelves a buscar nuevas experiencias, experiencias propias, intransferibles como dijiste, tras conocer a la primera, y mirándola bien: tiene la simpleza de quien posee sólo el afán de existir y pinta sus pestañas frente al espejito mientras escucha rumores como en peluquería, ignorando que pronto iremos al cementerio y este pequeño anfiteatro pasará al olvido. Debemos hablar, le hago una seña a tu segunda mujer. Su mirada se escabulle entre el resplandor de los sirios, sonríe a la concurrencia como en “Miss Estúpida” y una carcajada estalla al interior de mi estómago. Querías marcharte lejos, dejar de verlas quizá. Lo confesaste aquel veranito de san Juan, cuando tuve la esperanza de verte recuperado.
Pese a todo, extraño tu abrazo y ese gesto singular de tus mejillas, incluso aquello que urgía trasmitir: que te despidiera de todos y de todas. ¡Cuánto sufrimiento! Por fin descansas en paz a minutos del responso, frente al cura que finge ser santo como tú fingiste amarme, como yo finjo ahora asumir esta viudez, con vestido de luto y cabello tomado.
La jovencita sigue a tu lado, cada cierto tiempo suena su nariz con un enorme pañuelo que le dejó su padre, visiblemente acongojado. El hombre encubría el amorío a cambio del pago de algunas deudas. Muerdo mi boca ansiosamente: siento que lo di todo y mucho más, en realidad entregué hasta desnudarme, quedando a expensas del frío y de la lluvia.
Dios te salve María llena eres de gracia, el señor es contigo…Bendita tú eres entre todas las mujeres…Debiste haber muerto entre las faldas de alguna, como mueren algunos zorros durante la cacería…Debiste haber muerto varios siglos atrás, cuando aún no estaba escrito que nacieras.
Próximo al pasillo y enfrente tuyo, dos veinteañeros se saludan por primera vez tras largos años de saberse medio hermanos, indiferentes a las lloronas que siguen en su cometido.
Mira como el tiempo vuelve el polvo a la tierra, para fundirse al paisaje agreste que florece en la catástrofe. La segunda me atisba, busco el ángel oculto en su mirada y entiendo que el amor tiene razones que la razón no comprende. Luego los gestos de rivalidad entre la prole, tu amante jovencita no logra contener el llanto y no entiendo cómo tu arsenal de guerra no logró librarte de la muerte.
Afuera una llovizna ligera, empapa cuerpos y mentes. El carro fúnebre aguarda pacientemente tus restos y rezo tantas Ave María como puedo. La joven lleva puesta la chaqueta que le regalaste, tras el fin de semana que pasaron juntos y prometiste en vano regresar, dejándola desolada hasta el intento de suicidio que te hizo reincidir. Ella, decías: huele a pubertad y renacimiento. ¿Qué sentirás ahora mientras te percibe así: mudo, frío y no deliberante?
Alguien pasa a darme el pésame, apenas diviso a tus mujeres sacando cuentas y revisando las billeteras con desenfado. Alguien más tendría que ponerse, reclama la primera mientras masca chicle y le ofrece un turrón de maní a la segunda que ahora tiene un tic nervioso que por poco le cierra un ojo. Tus hijos menores comienzan a armar una gresca infernal y uno de los guardias se apronta a intervenir con el debido respeto, como pidió el cuervo ese a cargo de las lloronas que continúan sollozando.
Bajo el féretro cae la tarde y la culpa se amarra al crucifijo. Los medio hermanos entran en confianza y comparan el parecido increíble. Otra de tus amantes se descontrola frente a ellos diciendo: ¡BIEN MUERTO ESTÁ EL CONCHESUMADRE! Hace un gesto aludiendo a tu cadáver. Obviamente nada puedes hacer; sólo dejar que las velas ardan alrededor del féretro y las flores emitan ese aroma a primavera rancia. Ahora tu primera mujer tiene una crisis histérica, la segunda busca una revista para aventarle aire. Una risa extraña, ligeramente pérfida hace bailar rítmicamente mi intestino, juro que no deseo un ataque de colón, a sólo horas de ir al cementerio.
Continuará…
© Texto de Roxana Heise
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