Hasta Perder la cabeza (y IV)

A los patriarcas de mi vida…por siempre…

La noche anterior al cambio de catéter, le pedí a la nana nos dejara a solas y cogiste mi muñeca de manera extraña. La voz emergía desde el fondo del dolor; morfinómano y obnubilado volviste a nombrarla para luego quebrarte, hice caso omiso y controlé tu temperatura axilar, la bolsa recolectora de orina y la sonda nasogástrica. ¡Cuánta incomodidad! Los médicos te dieron sólo semanas antes de quedar en los huesos, pálido y fantasmal como tu alma. Habría preferido no la nombraras, era suficiente llevar la casa, pedir la ambulancia y pagar cuentas para cargar además con desamor. La vida era una perra incompasiva: tu alopecia aumentó y apenas podíamos con la flebitis. Por favor doctor, no más sufrimiento…Este país prohíbe la eutanasia, por lo demás el shock es inminente, sólo cosa de tiempo. Por favor, doctor. Sólo quiero morir, decían tus ojos, y ya deja de doctorear a ese rufián que me trata como a un objeto (…) Y tú deja de recordarla. Callaste, mirando al sudeste del recuerdo. Entonces comprendí que te habitaba, tu segunda mujer te habitaba, narcisista como era, buscadora incansable de sexo.  Suerte que no veas el llanto descender por su mejilla y caer entre los pechos que tanto te gustaban. Dentro de poco estaré en el camposanto, frente a la lápida fría, llorando junto al resto de tus víctimas; serás alimento de gusanos, y no habrá más polvo que el de la tierra, amor, ni culo que te consuele en las profundidades.

La muchacha joven me da el pésame con actitud compungida, intento tranquilizarla, pero mi falsa bondad se estrella contra el chasis de su culpa. Recuerdo el instante en que llegó a casa con la excusa de traerte un encargo, habías entrado a la fase terminal. Extendiste tu mano para recibir el pretexto, visiblemente afectada comenzó a llorar antes de salir huyendo despavorida. Pasaste una semana sin hablar. Ahora coge mis dedos con su mano pequeña. Viene el rezador del rosario, un par de ave marías y saldremos al cementerio. No lo esperaba, me cuenta, pobrecilla, prometiste llevarla a Cancún, a Miami, Buenos Aires, prometiste tantas cosas, y con suerte conoce el sur de Chile. Aún eres joven; la esperanza es lo último que se pierde. El eco de mi frase resuena en mi oído, rebota hasta estrellarse en la mirada empañada de tu víctima, la más inocente y noble de tus víctimas.

Como ella, también te creí; era joven y te soñaba, te soñaba de vez en cuando sin saber que eras tú a quién soñaba. Luego apareciste en el umbral de la puerta tras viajar kilómetros para encontrarme, pero en el fondo sólo escapabas de ella y esa necesidad irracional de protegerla. Si hubiera tenido el valor de darte con la puerta en las narices, habría sido ella quien bajara tus párpados, era la  más indicada; unida a ti por vasta descendencia y por el sexo animal que disfrutaban juntos, cuando el semen de otro hombre humedecía su entrepierna. Ahora repite en voz alta el valor aproximado de tus bienes y el número de herederos que agregaste a la lista.

 Alguien cierra la escotilla privándonos de tu rostro. La muchacha joven se abraza al ataúd desesperadamente. Tus mujeres se percatan del hecho y dejan de calcular la partición para solicitar detalles del amorío. Alguien comenta sin pudores que te acostabas con la chica en la consulta médica, que le obsequiabas pantaletas y medias de seda negras, que modelaba para ti como una puta cualquiera, haciéndote perder la cabeza. Tus mujeres reaccionan iracundas, la primera pisotea unos claveles blancos, la segunda empuña sus manos coléricamente y no me paro a aplaudirte para no ser inoportuna.

Se hace tarde, la paz que reservé para tu despedida aguarda junto al chacal del camposanto y sus lloronas en la puerta de salida. Algunos se persignan como pidiendo clemencia.  Un joven apuesto se prosterna ante el féretro a punto de romper en llanto. Tus mujeres están indignadas: alguien nombró a la profesora que embarazaste y se marchó de la ciudad arrancando del escándalo. Por fortuna  le arrendaste un departamentito en los suburbios para criar al niño, y aunque cumpliste económicamente, olvidaste a tu hijo, hoy de 23 años, bohemio según dicen las lloronas, aficionado a las putas y al alcohol. Reparo en el mentón partido, en los hombros poderosos y me parece verte visiblemente mejorado. Me saluda con un ademán; tus mujeres enloquecen y te enfrentan, el dueño de las pompas fúnebres intenta controlarlas, y veo dulcificarse esa horrible cara de cuervo. Por favor señoras… ¡Infeliz; hijo de puta! Por favor, señoras… ¡Que el diablo se lo lleve de una vez!……Por favor señoras; evitemos comentarios, en nombre del señor.

Miro la hora, se acerca el momento de llevarte al camposanto. El joven toca el ataúd con sus largos y delicados dedos. Un mechón de pelo rubio cae sobre su frente, los labios viriles suavizan el cansancio de lidiar con tus mujeres que continúan subiendo el tono de sus comentarios y comparan las coartadas utilizadas para engañarlas, porque claro, estabas casado con una de las dos, y esas cirugías de última hora, de las que también supe. Debes saber que nunca me tragué el cuentecito que intentabas venderme y aunque no hay peor ciego que el que no quiere ver, mi alma se resistía ante la evidencia.

Ave María purísima…sin pecado concebida…

La tarde toma palco sobre el ataúd. Cubro el recuerdo de tu amor con el burka de mis memorias y consuelo a la jovencita que habría deseado un poco más de tiempo, un paseo quizá de los tantos prometidos. El silencio abismal es roto por el chillido de tu nieto, escoltado hasta el zaguán por un adulto. Todo listo y dispuesto para la entrega de tus restos convertidos en alfombra persa en donde la segunda taconea sobre tu espíritu hasta profanarlo. Se ve fatigada, dejó de discutir con la primera ahora en franco estado de constricción. Me acerco a hablarles, hay asuntos por resolver: finalmente tu cadáver es de dominio público y todas tenemos derecho a la leche derramada. Alguien deposita sobre el ataúd unas flores que enmascaran tu evidente descomposición.

Quedan sólo minutos, la última voluntad que firmaste en momentos de obnubilación cuando tu paramédico no estaba, fue donar tu cadáver a la ciencia. Si bien en ese momento no me pareció razonable, al recordar ese instante de profunda genuflexión, siento la puta voluntad de tus  impulsos y pregunto abiertamente la opinión a tus mujeres. Ellas se miran, observan alrededor toda esa tensa concupiscencia. Les digo que decidan ya: la primera se niega, la segunda la encara, vuelve a insistir, argumenta nuevamente. Siento que la admiro por primera vez, especialmente cuando logra su objetivo, obligándola a ceder, a responder que esta vez no habrá cementerio  porque serás entregado a la ciencia. Asiento con el fervor de una ceremonia íntima, en donde las tres tomamos nuestras manos en una profunda y perfecta comunión.

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, perdona nuestras ofensas…como también perdonamos a los que nos ofenden…


© Texto de Roxana Heise
© Imagen de Kellepics en pixabay

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