Huellas de Juan Ramón Jiménez
Platero y yo
¡El pozo!… Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra obscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago que, al arrojarle una piedra a su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.
(La noche entra, y la luna se inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas. ¡Silencio! Por los caminos se ha ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!)
– Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas.
Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale, asustada, revuelta y silenciosa, una golondrina.
El 25 de octubre de 1956 se otorgó a Juan Ramón Jiménez el Premio Nobel de literatura. El libro más reconocido de entre los suyos era Platero y yo y el que acabó por inclinar la concesión del galardón. La Academia sueca reconocía en el escritor el mérito de “su poesía lírica, que en el lenguaje espiritual constituye un ejemplo de elevado espíritu y pureza artística”.
Tres días después fallecía Zenobia, su amante esposa.
Juan Ramón Jiménez nunca fue a recoger el Nobel.
© Encima de la niebla
Imagen del retrato de Juan Ramón Jiménez de Juan de Echevarría (1918)
Museo de Bellas Artes de Álava – Vitoria
Fotografía © Zarateman