Inmunización
Cuánta cobardía. Estaba a tiempo de escapar, pero ofreció el brazo, abrió los dedos y torció los ojos disimuladamente hacia otro lado. Casi lagrimeó.
Por un instante invadió en su mente el olor a desinfectante, como si tantas flores combinaran sus aromas para producirlo.
Y constató entonces el frío del metal en el dedo anular. La angulosa mano que acariciaba la suya.
Dichas las palabras correspondientes y por protocolo sacerdotal, se hicieron inmunes a todo brote comunitario de amor.