Inmunización

Cuánta cobardía. Estaba a tiempo de escapar, pero ofreció el brazo, abrió los dedos y torció los ojos disimuladamente hacia otro lado. Casi lagrimeó.

Por un instante invadió en su mente el olor a desinfectante, como si tantas flores combinaran sus aromas para producirlo.

Y constató entonces el frío del metal en el dedo anular. La angulosa mano que acariciaba la suya.

Dichas las palabras correspondientes y por protocolo sacerdotal, se hicieron inmunes a todo brote comunitario de amor.

© Lucía Borsani

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