Intimidad

Regresé muchos años después. El vecindario lucía diferente. Las viviendas habían sufrido modificaciones. No todas para mejor. Tras conducir por algunas calles le pedí al conductor del taxi que se detuviera. Sonreí al ver la vieja casa. También sentí un ligero escozor en la nariz. Era una señal; de no controlarme las lágrimas no tardarían en aparecer. Abrí la portezuela y le pedí al conductor que aguardara. Saqué la llave de mi bolsillo. La casa estaba vacía. Nunca quise venderla o rentarla. Nadie podía construirme una máquina del tiempo, así que tuve que conformarme con dejarla tal como estaba en el día que perdí a mi esposa. Dudé al estar frente a la puerta. De pronto mi regreso dejó de parecerme una buena idea. La nostalgia me había llevado hasta allí. Ahora la desesperanza me pedía que me marchara. No habría más que habitaciones vacías, pensé. Sin embargo, al final, decidí entrar. La sala de estar se encontraba en penumbras. Descorrí una cortina. Los muebles estaban cubiertos por sábanas. Una espesa capa de polvo se había asentado sobre el suelo. La soledad destruye con mayor rapidez una casa que las plagas y los elementos. Avancé hacia el pie de las escaleras. Cada tarde al regresar del trabajo llamaba a mi esposa desde ese mismo lugar. No resistí la tentación y grité su nombre. Escuché pasos que se acercaban desde el segundo piso. Me atemoricé. Algún vándalo se había adueñado de mi antiguo hogar. Iba a marcharme cuando la vi. El corazón me dio un vuelco. Era ella. No tenía dudas. Seguía tan joven y hermosa como antes. No podía creerlo. Ella comenzó a bajar. Yo me así del pasamano y subí lo más rápido que pude. Deseaba encontrarla a la mitad de la escalera. Cuando estaba casi frente a ella extendí los brazos. Ella no se detuvo. Simplemente me atravesó y continuó bajando. Me di la vuelta, desolado. La tristeza se me agolpó en la garganta. Al terminar de girar tuve que abrir bien los ojos. Al pie de las escaleras estaba yo mismo tal como lucía hace ya cuarenta años. La imagen de mi esposa y mi propio recuerdo se fundieron en un prolongado abrazo. Se decían palabras tiernas al oído y luego se besaban entre risas. Eran felices. No supe, si en su momento, mi felicidad fue tan completa como la de ellos. Me sentí como un intruso. Aquel ya no era mi hogar. Caminé de puntillas y cerré con delicadeza la puerta al marcharme. Contemplé la casa desde la ventanilla del taxi y no pude evitar hacer un gesto de despedida con la mano. Le indiqué al conductor que se pusiera en marcha, y mientras nos alejábamos supe que ya nunca más podría volver. Los recuerdos también merecen un poco de intimidad.


© Kalton Bruhl

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