Javier Marías, aún más amado ahora que falta
El mes de septiembre de 2023 va a deparar encuentros y homenajes en torno a la figura y obra del escritor madrileño Javier Marías, al cumplirse un año de su marcha definitiva al insondable Reino de Redonda. Adentrándome este verano que se nos va en su novela Todas las almas (Alfaguara, 1989), cabe meditar cuántas de esas reuniones constituirán manifestaciones «insinceras», como el autor tildaba algunas de las dedicadas al profesor emérito de la Universidad de Oxford Sir Peter Russell, llamado Toby Rylands en el libro.
A éste, con motivo de su desaparición, dedicaba Marías el 23 de julio de 2006 en El País —a donde, al igual que al resto de medios, continuó enviando hasta el final sus artículos por fax, tras escribirlos a máquina (véase el completo artículo «El hombre de la máquina de escribir» de Víctor Núñez Jaime en Milenio)— el lúcido texto «Como un caballero bueno», donde, citando al también docente de Oxford Eric Southworth (para algunos, el profesor Cromer-Blake en Todas las almas), cavilaba: «Como me escribió Eric Southworth, Peter murió “like a good knight, en su cama”. Como un buen caballero o como un caballero bueno, según se quiera».
De cualquier forma, el gentilhombre universitario —y de los Servicios Secretos británicos, con quienes colaboró— del que Marías rememoraba su rostro anteayer, así como, atención, «su expresión siempre alerta hacia los otros e irónica hacia sí mismo». Esta era también la mirada literaria del autor de Corazón tan blanco (Anagrama, 1992) o Mañana en la batalla piensa en mí (Alfaguara, 1994), títulos ambos provenientes de versos shakesperianos, al igual que Seré amado cuando falte (Alfaguara, 1999). Este último nombre procede, a su vez, de un artículo divulgado el 26 de octubre de 1997 en El semanal, donde reluce la voz crítica y desmitificadora de Marías al respecto de la buscada posteridad (búsqueda quizá, por otra parte, algo más justificada hoy, dada la sociedad en que vivimos donde nada realmente perdura más allá de un par de meses, disipándose en la negra espalda del tiempo).
Tal y como ya aseveraba sobre aquellos homenajes al profesor Russell —Rylands—, escribía Marías en la revista: «Queda el muerto a merced de los vivos, que contarán sobre él o ella sin que haya mentís posible: le atribuirán bajezas y no habrá respuesta; o se colgarán medallas relatando cuánto hicieron por uno aquellos que más lo infamaron; dirán que fueron amigos tuyos quienes te odiaron, y usurparán y mancharán tu nombre; tergiversarán tus hechos y robarán tus dichos y tus recuerdos; y acaso quienes más te impulsaron a abandonar el campo cantarán tus alabanzas sin que puedas afeárselo ni tacharlos de falsos». Sin tapujos; sin medias tintas.
Este artículo de 1997, una evidente muestra más de la ácida —o acaso, sencillamente, franca— percepción de Javier Marías que tantas polémicas ocasionó, concluye: «“Seré amado cuando falte”. Tal vez, pero aun así es mejor no faltar, o más bien ser el último en despedirse y por lo tanto el último en contar el cuento». En su caso, sin embargo, resulta ardua la postrera deformación ante el Tribunal de la Historia: podrá tener cuantos fiscales se quiera —incluido el mismo relevo de las épocas—, pero sin duda alguna también poseerá un incontestable abogado defensor: su obra, prodigiosa y originalísima.
Sobre ella, con motivo asimismo de esa partida al lejano Reino de Redonda, subrayaba Mario Vargas Llosa el 18 de septiembre de 2022: «Fue un escritor de verdad, en las buenas y en las malas, al que hay que releer para entenderlo bien, y captar con sabiduría los oscuros mensajes que dejó» y que, curiosamente, para el Premio Nobel de Literatura 2010, «iban dirigidos sobre todo a los jóvenes, a los continuadores de aquello que fue su vida».

Quizá ahora a cuantiosos lectores el estilo faulkneriano de Marías se les antoje cargante, complejo y distante; sobre ello, juzgaba Vargas Llosa no obstante que «esas larguísimas frases de las novelas que inventó» se leen «de principio a fin, en un estado de regocijo en que los lectores no saben qué los deleita más, si los complejos argumentos de sus historias o las frases interminables que las relatan, siempre con gran precisión, en párrafos que nunca se entreveran, gracias a la elegancia y la rigurosa discriminación de las palabras de su autor». Ciertamente, al leer a Marías las páginas desfilan inexplicablemente veloces entre las manos, pese a su característica voz densa.
Haciendo uso de ella —y haciendo gala, de nuevo, de su visión sobre la posteridad— escribió el autor madrileño en la penúltima página de Mañana en la batalla piensa en mí (una «catedral literaria», como bien la denomina Karina Sainz Borgo): «Cuando las cosas acaban ya tienen su número y el mundo depende entonces de sus relatores, pero por poco tiempo y no enteramente, nunca se sale de la sombra del todo, los otros nunca se acaban y siempre hay alguien para quien se encierra un misterio»; en este caso, el misterio Javier Marías, el que origina que su aguda pluma sea echada en falta irremediablemente aun con lo inquisitivo de su naturaleza: «Es un infierno vivir sin Javier Marías, escribir su nombre y no saberlo cerca, respirando, escribiendo, mirando», apuntaba Juan Cruz el pasado mes de julio en Cuadernos Hispanoamericanos.
Hoy, en el grisáceo y granítico puerto desde donde partió a su Reino en un viaje sin retorno —like a good knight—, situado en el Patio de San Illán de San Isidro en Madrid, puede leerse el lema de Redonda: «Ride si sapis», esto es, «Ríe si sabes» —únicamente si sabes, puntualizó Marías—.
Sí, será amado ahora que falta.
© Texto: Luis Gracia Gaspar
Imágenes: Dominio público
Imagen portada: Javier Marías, en el Instituto Cervantes el 28 de abril de 2011