Josefina
Josefina tuvo un don que nunca se repitió en la familia: el arte de la costura.
Ella lo sentía muy natural y sin falsa modestia aseguraba que era muy fácil. En realidad, su sueño había sido ser bailarina clásica y la única forma que tenía esta inmigrante, italiana y pobre, de acercarse a ese mundo inalcanzable era colaborar con sus hermanos, en contadas ocasiones, bordando lentejuelas en algún tutú que vestiría alguna bailarina secundaria.
Ellos trabajaron como sastres del Teatro Colón de Buenos Aires y fueron modistos hábiles en lo suyo; pero Fina hacía algo que nunca volví a ver a nadie repetir: se persignaba delante de una tela y cortaba. Así nada más, sin un molde, sin una línea de tiza, con la seguridad de una vidente, con una expresión de pitonisa en su rostro que la transformaba por segundos en Casandra viendo la caída de Troya. El que cosió alguna vez entenderá a qué me refiero, ésto y mover objetos a distancia, para mí, están en la misma categoría.
El día que murió mi abuela fue enterrada con su costurero y jamás ninguno de nosotros se animó a tocar su vieja máquina de coser. Ni a hablar del tema.

© Texto e imagen Josephine Maldonado