Junio

El 21 de junio se produce el solsticio de invierno en el hemisferio meridional. Es la transición del otoño al invierno que se inicia con el día más corto del año y la paradoja es que también corresponde al Día Internacional del Sol. 

Otoño e invierno, con sus características climáticas, exaltan en la retina la magnificencia de los cambios de paisajes, colores y temperaturas. Pinté sosteniendo una paleta de colores amarillos, ocres y sienas tostadas para intentar recrear la magia y la envolvente atmósfera otoñal que daba calidez a nuestra vida.

Plasmé algunas vivencias otoñales, reminiscencias nostálgicas de mi infancia: caminaba con mi madre por el Parque Forestal de Santiago para aprovechar los últimos rayos del tímido sol que calentaba e iluminaba ese divino paraje: una alfombra color oro cubriendo el césped y las calles de la ciudad.

Cálida tarde otoñal en el Parque Forestal, óleo sobre tela, 50x100 (2021) de Cecilia Byrne
Cálida tarde otoñal en el Parque Forestal. Óleo sobre tela, 50×100 (2021). Cecilia Byrne

Cuando niña, gozaba recogiendo las hojas caídas. Lanzarlas muy alto y sentirlas caer como lluvia sobre mi cuerpo era un hallazgo. Disfrutaba su sonido crujiente y su olor a tierra mojada, formando con ellas un gran montículo para luego zambullirme como en un lago dorado. Colores y más colores. Ese abanico de tonalidades y formas me animaba a poner cada una entre las páginas de mis cuadernos y libros.

¿Sería ese sol suficiente para disfrutar una lectura? ¿Cuánto le costaría al barrendero mantener limpio el parque?   Las ráfagas de viento arremolinaban y hacían caer las hojas de encinas, castaños, tilos, araucarias y plátanos orientales. Una vez que el barrendero terminaba su labor, la naturaleza lo obligaba a empezar de nuevo. En medio de esto, el sol dorado lograba llenar las bancas con lectores de diarios y de libros.

En las calles de tierra del parque, parejas de enamorados eternizaban sus sentimientos y emociones con simbólicos corazones tallados en las cortezas de algunos troncos. Parejas de abuelos, acompañados de sus bastones, anunciaban su presencia con el crepitar de las hojas bajo sus pasos lentos. Nada de ello hacía volar a las palomas que hurgaban en el pasto en busca de alimento.

La paleta de pintora sostenida en mi mano cambia de colores con la llegada del invierno. Los colores fríos relevan a los cálidos. Mis retinas son conquistadas por paisajes lluviosos y montañas nevadas.

Invierno en Santiago con su majestuosa Cordillera nevada, óleo sobre tela, 50x100 (2021) de Cecilia Byrne
Invierno en Santiago con su majestuosa Cordillera nevada. Óleo sobre tela, 50×100 (2021). Cecilia Byrne

Santiago de Chile, bajo la sucesión de montañas de los Andes, con cumbres que recortan el cielo azul, sirven de límites y despiertan la humildad de los humanos ante su majestuosidad. Después de una noche de lluvia, amanece engalanada con un traje largo de nieve que encandila con reflejos áureos y atardeceres arrebolados. Esta es nuestra Cordillera. Referencial de orientaciones. Paisaje vital que me acompaña desde mi nacimiento. Siempre erguida, con su manto blanco sobre la espalda, acariciando las alturas.

Durante un corto período me interné en sus entrañas, en Farellones. Experimenté sensaciones mágicas e inolvidables. En el día, el silencio y la quietud del ambiente solo interrumpido por el canto alado de las aves y la compañía del relajante sonido del deshielo o de ocultas vertientes fluyendo para acaudalar un río frio y cristalino.  En la noche, los grillos le cantaban a las estrellas y a las figuras del zodiaco desde su lecho fosforescente. A veces, en medio de truenos y relámpagos, retumbaba y resonaba la armonía de la tormenta de Johann Strauss.

Nunca imaginé que podría extrañar tanto su presencia al trasladarme a vivir a Viña del Mar.  Sentir su compañía me hizo plasmar esos amaneceres que estimulaban todos mis sentidos:  la visión encandilada por la cordillera nívea, inhalar el gélido aire que luego salía como vaho por mi boca dejando una sensación sedante que tonificaba todo mi ser.

Memorables son los paseos familiares a los centros invernales -Farellones, El Colorado y Valle Nevado-  con actividades recreativas y deportivas. Los niños deslizándose en trineos y los más grandes, practicando en la “cancha de los tontos”, después de varios tumbos lograban dominar los esquíes, dándoles alas para subir en los andariveles y lograr deslizamientos cada vez más extensos y riesgosos.

Los que no practicábamos esos deportes, caminábamos, presenciábamos competencias, jugábamos a tirarnos bolas de nieve o construíamos un mono de nieve adornado con todo tipo de elementos: tapas de refrescos o manzanas como ojos; ramas para los brazos, gorros de lana y bufandas.

Los sábados por la noche, un espectáculo sin igual: “la bajada de antorchas”. Esquiadores, principiantes y avanzados, grandes y chicos, descendían por las laderas con antorchas encendidas, entonces el fuego y la nieve producían un efecto mágico. Un reparador “vino navegado” para los adultos y chocolate caliente para los niños, ponían fin a la fiesta de luces.

Nuestra poetisa y Nobel de Literatura, Gabriela Mistral, nacida en Vicuña “entre treinta cerros” amó su cordillera, donde vivió y trabajó como profesora. Sus restos, consecuentes, descansan en Montegrande.

De su himno “Cordillera” (1938) les comparto:

Cordillera de los Andes, Madre yacente y Madre que anda,
Que de niños nos enloquece, y hace morir cuando nos falta.


Texto e imágenes © Cecilia Byrne

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