La calle del azotado

Hacía ya unos días que había regresado de mi última aventura vivida en la calle de los Latoneros, sin que User me hubiera dicho nada. Un silencio que se alargaba ya varias jornadas y que a mí me empezaba a ser un poco pesado, pues estaba seducido por las experiencias vividas y las que quedaban por vivir, presumiblemente. Digo presumiblemente porque ignoraba el objetivo de todas esas investigaciones y, por tanto, no sabía si ya habíamos cumplido o no con nuestra misión última. De hecho, su tardanza podría suponer que ya habíamos culminado nuestro objetivo.

Mientras tanto, iba meditando en lo acontecido hasta ese momento. Era difícil de asimilar lo que estaba ocurriendo y, hasta en algunas ocasiones, ponía en duda mis propias experiencias, pero… lo cierto es que, a pesar de que era difícil de comprender, la verdad es que lo acontecido era tan vívido y claro que no podía poner en duda su realidad, por muy difícil que resultase a mi carácter y formación racionalista que, como tal, estaba muy lejos de creer en los fantasmas y los viajes en el tiempo.

Iba pensando en todo eso mientras daba un alegre paseo en una mañana luminosa. Una mañana real que podía apreciar con todos mis sentidos. Aunque, pensé, que también me ocurría lo mismo con las aventuras vividas últimamente. No parecían ningún sueño ni ninguna fantasía. En ese momento pensé que User siempre se aparecía cuando me encontraba en mi casa, quizás por no llamar la atención de terceros. Eso hizo que apresurase el paso para llegar pronto pues deseaba ardorosamente que me volviera a visitar y me encargase otra misión. Y así lo hice. Y tanto me empeñé en ese propósito que en pocos minutos estaba abriendo la puerta de mi casa. Enseguida, después de cerrar la puerta, de una forma automática, como casi siempre se cierran las puertas, eché una ojeada alrededor del salón para cerciorarme si hallaba en él mi amigo User. Pero, no. No estaba. Así que decidí preparar la comida pues ya se estaba agotando la mañana en la misma medida que iba creciendo mi apetito.

Di buena cuenta de la comida y cuando me disponía a quitar la mesa, en el momento en que abría la puerta del lavavajillas, se apareció a mi lado izquierdo User. Me dio una alegría inusitada verle de nuevo. Entre otras cosas porque confirmaba que todo lo que me estaba pasando pertenecía al mundo de la realidad y no era fruto de sueños fantásticos. Mi mente se mantenía lúcida y no tenía porqué dudar de mi raciocinio. User se encontraba delante de mí, con aquella expresión tan característica de él, una mezcla de simpatía y seriedad, pues la una no excluía la otra, ni la otra aportaba ninguna servidumbre sobre la una. Allí estaba, delante de mí. Me saludó como siempre, con un leve gesto de la cabeza, una reverencia sutil pero decidida y, yo, le correspondí de la misma forma. No habíamos pronunciado ni una sola palabra, pero nos habíamos iluminado con nuestra amistad y, eso, era más que suficiente.

Quedé a la expectativa de lo que iba a comunicarme. Tardó unos segundos en hablar que a mí me parecieron de luz de sol. Finalmente, me dijo:

–  ¿Está Vd. preparado para su nueva misión?

–  Si, claro -le respondí tan sinceramente como ilusionado, pues tenía grandes deseos de realizar un nuevo viaje. Así me lo demandaba mi fantasía y así lo requerían mis deseos de aventura y saber.

–  Muy bien. Pues si está preparado no hay más que hablar. Le deseo suerte en su próximo destino.

No me dio tiempo a darles la gracias pues su última palabra llevaba cargada la fuerza del remolino que me transportaba a otro tiempo y lugar. El tiempo y lugar de mi próxima experiencia.

En unos segundos amanecía, si así se puede decir, en una calle de Madrid. Enseguida intenté localizar a Thot ya que me era imprescindible para mi normal subsistencia en un tiempo que no era el mío. Sin él me sentiría completamente desvalido y no sabría cómo actuar en esa realidad distinta.

Enseguida lo vi. Estaba a solo unos pasos de mí. Como siempre, su presencia me tranquilizó y me lleno también de alegría. Mi compañero, era ya mi compañero. Le saludé con una leve reverencia y él hizo lo mismo. Después, los dos nos apuramos en observar nuestro entorno. Era evidente que estábamos en la Edad Media, aunque no podía precisar, ni mucho menos, la fecha siquiera aproximada en la que nos encontrábamos. Pero eso, quizá, no fuera lo más importante. Lo trascendente era la historia que íbamos a vivir aunque, por el momento, no había ninguna señal que nos indicase nada al respecto. La calle estaba absolutamente tranquila, tanto que ni siquiera se podía ver a ninguna persona. Sólo un perro que, a poca distancia de nosotros, olisqueaba la base del tronco de un árbol, como si quisiera adivinar la forma de sus raíces. Después se fue como el que desprecia un sueño imposible y se perdió tras una esquina que parecía sufrir de su ángulo recto.

Le hice un gesto de duda a Thot como pidiéndole alguna ayuda para interpretar lo que estábamos viendo y él me hizo una señal con la mano como queriendo indicarme que esperase. Al menos así lo interpreté yo que calmé mis ansias y me dispuse a dejar pasar el tiempo en espera de lo que tendría que venir, tal y como parecía haberme indicado mi compañero.

No había pasado mucho tiempo cuando comenzaron a venir muchas personas que se iban colocando en las orillas de la calle. Era evidente que se preparaban para ver algo. ¿Quizás una procesión? Mientras pensaba en ello, seguían llegando más personas e iba formándose un cierto alboroto, pues muchas de ellas se hablaban desde un lado al otro de la calle, mezclándose las conversaciones en una ruidosa mezcolanza que parecía bailar alegremente en el aire.

La calle ya estaba llena de lo que parecían ser espectadores y fue entonces cuando supimos el objeto de tal concentración. Por una de las esquinas, la más alejada desde donde estábamos Thot y yo, apareció una comitiva que estaba formada por autoridades municipales, sus ayudantes y servidores y un hombre maniatado que iba montado sobre un pollino. No sabíamos lo que pasaba, pero por el aspecto general, comprendíamos que no era nada agradable. En un momento determinado, la comitiva se paró y dos de los esbirros que iban en la comitiva comenzaron a azotar despiadadamente al pobre detenido que iba sobre el burro. La paliza que le propinaron con los azotes fue descomunal, hasta tal punto que yo creía que iban a acabar con la vida de aquel desgraciado que, en un momento determinado dejó de quejarse, pues permanecía en desmayo, lejos ya de las fuerzas que podían soportar semejante tormento.

En ese momento, Thot le preguntó a uno de los asistentes, uno que parecía un poco más versado que los demás, uno que no parecía disfrutar con ese lamentable espectáculo:

– ¡Porqué le dan tormento a ese sujeto?

El hombre, sin ninguna clase de reservas se dirigió a Thot de una forma absolutamente franca y comenzó a explicarle:

–  Verá Vd. señor, el desgraciado es Hernán Carnicero, vecino de esta calle y que vive en esta casa.

–  ¿En esta donde le están azotando a su puerta?

–  Efectivamente, señor. En ésta.

–  ¿Y por qué hacen eso? No lo comprendo.

–  Yo se lo explicaré. El tal Hernán, de apellido Carnicero como le acabo de referir, es el propietario de esta casa. De porqué se le azota delante de la misma, se lo explicaré ahora. Hernán está acusado, como consecuencia de una denuncia anónima que se interpuso contra él, de molestar a Mari-Gozalve, vecina también de esta calle.

–  ¿Y de qué forma la molestaba?

–  Pues cogió la costumbre, la mala costumbre, de visitarla por la noche, a horas inapropiadas, hasta atemorizar a la mujer que veía interrumpido su sueño por esas visitas no deseadas, pues tenían un evidente carácter deshonesto. Tras la denuncia, Hernán fue condenado por las autoridades a ser azotado y ser paseado en público a lomos de un pollino. Pero, no sólo esto, sino que se dictaba que, parte de los azotes que se le dieren, deberían practicarse delante de su propia casa para escarmiento del reo.

Mientras esto hablaban, Hernán Carnicero no paraba de recibir azotes, ante los vítores enardecidos de los asistentes que estaban encantados con el espectáculo. Cuando la autoridad dio orden de parar, por considerar el castigo suficiente, el reo se encontraba en tan lastimoso estado que tuvieron que trasladarlo al Hospital general, el que estaba situado en la calle del Prado. Después, las personas asistentes se retiraron satisfechas de lo visto.

Como entendíamos que esta historia no había terminado y que, por tanto, nuestra misión continuaba, decidimos quedarnos en la zona unos días más. Fuimos sabiendo que Hernán se iba recuperando en el hospital, aunque había algo que le atormentaba incluso más que las propias heridas. Sus propios vecinos se burlaban constantemente de él llamándole el azotado y, tal fue la aceptación de aquel apodo por parte de todos, que ya no se dirigían a él con su propio nombre sino con el del azotado, circunstancia que mortificaba a Hernán hasta tal punto que no podía aguantarlo.

En esa situación, tomó la decisión de enajenar su casa para después marcharse de aquel lugar e iniciar una nueva vida donde no fuera conocido como el azotado. Pero sus pretensiones no pudieron cumplirse porque nadie quería comprar ni arrendar la casa del azotado. Llegó un momento, que Carnicero no pudo soportar más humillaciones y, presa de la ira y la desilusión, le prendió fuego a su casa como queriendo borrar todas sus desgracias, reduciéndolas a cenizas a merced del viento.

En el momento en que lo hizo estábamos Thot y yo observándole. Yo quise detenerlo, hacer que cejase en tamaña acción que no lo conducía a nada bueno, pero Thot me detuvo recordándome que no debía inmiscuirme en las decisiones ajenas, pues era solo un observador, por muy privilegiado que fuera. Y así lo hice, mientras contemplaba horrorizado cómo las llamas crecían cada vez más. Y tanto lo hicieron que se pasaron a las casas colindantes teniendo el mismo fatal destino que la suya propia.

Hernán, tras comprobar atónito el desastre que acaba de producir y preso de la angustia huyó lo más rápido que pudo y ya nunca se supo más de él. Después de aquello, se dio orden de reconstruir la zona y se le impuso a la calle el nombre del Azotado, instaurándose como costumbre el de llevar hasta allí a todas aquellas personas castigadas por las autoridades a sufrir el mismo castigo. Y esa costumbre duró muchos años. Incluso se instauró que los condenados a muerte debían pasar por esta calle en su último trayecto, aquel que les dirigía desde la cárcel de la Villa hasta el patíbulo que se alzaba en la Plaza Mayor.

Con el tiempo, la terrible historia de Hernán Carnicero fue perdiendo notoriedad entre los madrileños. Tanto es así, que la calle del Azotado cambió su nombre por la calle del Cordón y, posteriormente, ya en el año 1747, por la de Grafal, en homenaje al Marqués de Grafal, corregidor de Madrid, que vivió en esta vía.

Así, con este nuevo nombre, la historia de la calle del azotado tuvo un nuevo destino: la memoria de los hombres que conforman la historia, pero, aunque su nombre no conste en la calle, y no haya rótulo alguno que lo atestigüe, no es menos cierto que, transitando por ella, si se pone atención, aún se pueden oír los gemidos de los azotados que han quedado suspendidos en el aire amarillo de los tiempos.


Letreros calles Madrid

Continuará…


© Martín Z.

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