La carta del día siguiente de Felipe Espílez Murciano
En el Japón antiguo, el caballero, después de pasar una noche de amor en casa de ella, (no confundir amor con sexo, por favor, pues era habitual que no hubiera contacto físico) se despedía de su amada al amanecer. Al llegar a su casa le escribía la carta del día siguiente, enviándosela a ella de inmediato, que la estaba esperando con ansia, antes de dormirse.
Y yo te escribiré,
a quince por veintiuno,
desde la misma raya de fuego del amanecer,
entre la fragancia masculina de los pinos.
En esa suavidad de las camelias de siempre
y el profundo silencio de los pájaros en su nido,
entre la quietud de los juncos cuando duermen
y el murmullo del río que se ha perdido.
Hojas de nata con flores de ciruelo,
tu kimono hace de seda los deseos de tu piel,
versos desmayados sobre tus dedos,
con rastro de mariposas que hace tiempo que se fue.
Sobre la mañana húmeda de un libro abierto
dos gotas de rocío de arroz y miel,
y una luz descansando sobre el suelo
de lo que nunca ha sido, pero que pudo ser.
Sobre el tejado que aguanta las mañanas,
mil grullas de nieve te traerán
un perfume de manzanas
cuando el sol se despierta y hierve.
Y yo te escribiré…
la carta del día siguiente…
a quince por veintiuno, mientras la luna se duerme en la hoja de un laurel
y la mañana se aclara,
a quince por veintiuno, en una hoja, de papel.