La confesión
Cuando sonó el timbre y Aurora la conoció, creyó que aquella muchacha de apariencia tímida no iba a tener fuerza suficiente para hacerse cargo de todos sus asuntos. Había pedido, si, una asistente, pero se la había imaginado más madura y sin tantos tatuajes.
—Soy Fátima —dijo, fijando los ojos en los de la anciana y especialmente en su boca, coqueta todavía color ciruela.
—Pasa, no te quedes ahí parada, soy vieja y fea pero no muerdo, gurisa.
La muchacha había leído muy bien su contrato y el trabajo parecía sentarle bien. Estaba siempre lista para los mandados, le gustaba salir y algunas veces, cuando llovía, prefería descalzarse y chapotear en la calle con alegría casi infantil. La anciana la espiaba por la ventana, como olfateando la felicidad ajena para hacerla propia.
Un día Aurora, sin mirarle a la cara, le confesó que estaba recluida en su casa cumpliendo una pena judicial que por su avanzada edad evitaba la prisión. Había matado a un cristiano. Pero Fátima nunca se enteró. De espaldas, le había resultado imposible leer sus labios.