La conjura de los malditos necios
Sí, “La conjura de los necios”. Con este título tan utópico y visionario bautizaba John Kennedy Toole una de las grandes obras maestras de todos los tiempos. Una obra atemporal capaz de mover montañas con su contenido y dispuesta a provocar un conflicto perpetuo entre hilaridad absurda y razón contenida.
Ha muerto la reina de Inglaterra.
¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?, se preguntará usted.
Ignatius J. Reilly, el protagonista de la pieza maestra de Kennedy Toole, es un hombre cínico, sarcástico, extremadamente inteligente (según la circunstancia) y culto y con un modo de ver la vida tan progresista como conservador. Es indiscutiblemente un elemento digno de estudio. A sus 30 o 40 años, ya no recuerdo cuántos tenía, continúa viviendo con su madre, a la que trata con desdén y repugnante servidumbre. Es un hombre que intenta solucionar el mundo mediante pequeños ensayos y artículos que escribe en sus cuadernos “Gran Capitán”, pero que jamás se atrevería a aventurarse en el exterior para intentar solucionar nada porque en realidad está muy bien como está. Ignatius profesa un profundo odio hacia los autobuses y se masturba pensando en los momentos en los que fue feliz con su perro ya fallecido. Ignatius está por encima de los constructos de la sexualidad que excitan a hombres y mujeres, él va más allá de eso, y aunque pueda rezumar cierta misoginia, en realidad no debe confundirse nunca con lo que en realidad es: una excelsa y absoluta misantropía.
Y precisamente es este odio incondicional hacia la raza humana lo que en uno de sus pasajes y aventuras hacia el conocimiento y la búsqueda por alcanzar un pacífico orden mundial, le lleva a admitir indudablemente que lo que el ser humano necesita para gobernarse a sí mismo es un buen rey, un monarca que coloque las piezas en su lugar y regente a la humanidad, que en los años 60 parece haber perdido el norte.
Efectivamente corren los años 60, la humanidad acaba de salir hace unos lustros de una truculenta guerra mundial, la soga del autoritarismo parece haberse quebrado de manera salvaje, al menos en Estados Unidos, donde la liberación del hombre y la mujer parece avanzar sin conocimiento, o eso piensa Ignatius. El arsenal nuclear de las dos potencias de mentecatos amenaza una y otra vez con pulverizar a la especie humana… E Ignatius piensa que todo esto se solucionaría con un monarca en condiciones. Esos pensamientos no hacen sino acrecentarse cuando es obligado por una estrepitosa deuda familiar, a salir por la degenerada y libertina Nueva Orleans en búsqueda de trabajo.
Oh… Dios mío… la sociedad… pero, ¿qué demonios es esto? ¡Cuánta gente! ¡Y qué imbéciles son todos!
Efectivamente, querido Ignatius, un rey, o reina, es la solución a los problemas de la humanidad. Un buen rey, o reina, que abogue por el imperialismo y el colonialismo más exacerbado; que sea cómplice de genocidios y aplaste revueltas que solo exigen lo que es suyo, con sangre y lágrimas. Un rey, o reina, que permita el abuso de cientos de comunidades indígenas que se encuentren a miles y miles de kilómetros de su propia tierra y con la que no tenga más interés que el meramente económico. Un rey, o reina, que robe el legado de otros pueblos que no son el suyo; que frene con violencia los intentos de esos pueblos a los que ha robado por reclamar la tierra que les vio nacer y que ahora controlan extranjeros cuyos descendientes se tirarán por los balcones de los complejos hoteleros de islas del mediterráneo.
Un rey, o reina, que piense que la gloria de un imperio es suficiente justificación para ordenar el mundo a su antojo y someter a su voluntad a millones de personas.
Exacto, querido Ignatius, lo que necesitamos es un buen rey, o reina.