La cultura de la queja. Parte 1

Me quejo, protesto, lamento, lloro y demando atención. Expreso mi descontento con más frecuencia de la deseada por mis semejantes. Grito, chillo y voceo a pulmón distendido porque no entiendo al mundo, o muy probablemente porque el mundo no me entiende a mí. 

Y en ocasiones eso es lo que parece “occidente”, un niño chico con demasiado tiempo libre que importuna sobremanera a su familia porque se le ha caído el maldito cucurucho de helado al suelo. 

Y de esta manera la sociedad ha conformado una verdadera y auténtica cultura respecto a la queja, muchas veces con fundamento y otras tantas sin fundación.

Hoy en día en el desacertado apelativo de “primer mundo”, la queja ya no es un poder, es un vicio.

Todo lo que paso a relatar a continuación son hechos y conversaciones reales vividas o por mí mismo, o escuchadas o vistas bajo el telón de la vida diaria.


1

“Un adorable hombrecillo circula con su coche tranquilamente por una conocida avenida de la ciudad cuya limitación de velocidad ha sido recientemente reducida a 30 km/h. El hombre conduce tranquilamente a una velocidad de 35, 36 como máximo. Va relajado, sosegado, mostrando un semblante apacible. Sin embargo la sombra de la demencia se cierne sobre él en forma de microbús. Tras su vehículo va acercándose vertiginosamente un pequeño autobús que en vez de anticipar la velocidad que lleva el hombre, decide acelerar más a ver si con el pánico de la aceleración, la maldita tortuga se cambia de carril. Pero ninguno de los dos puede hacerlo, porque el carril más cercano a la acera se encuentra plagado de vehículos aparcados en doble fila. El microbús acelera, frena, vuelve a acelerar y a frenar para no estamparse contra el vehículo del hombre. ¡Qué prisa lleva! Probablemente llegue tarde a algún sitio… o probablemente sea un conductor agresivo más. Finalmente el hombrecillo que circulaba a la velocidad permitida abandona su sosiego y se apodera de él una belicosidad sin precedente. Cuando ambos vehículos consiguen ponerse a la par, las ventanillas se abren y da comienzo el festival de improperios. Madre mía, cómo se ponen. Ni tortuga ni gilipollas, esto va de hijo de puta y malnacido para arriba. Los dos se quejan de la situación (cada uno con sus razones), mencionan a sus pobres madres y vociferan como si su propia vida dependiera de ello. Cuando llegan a un semáforo, el conductor del microbús está a punto de descender del aparato amparado por una rabia desbocada cuyos límites ostentan una clara dispersión. Acongojado e indignado pero sin ganas de juerga, el conductor del coche acelera para desaparecer de la vista del microbús y su enrabietado timonel. Ambos desparecen para no volver a encontrarse jamás.”

“Le he dado una lección al hijo puta ese… es que no se puede ir así macho, no me jodas”, piensa el autobusero.

“Joder… con lo bien que iba yo… ya me han jodido la mañana”, piensa el hombrecillo.


2

“Mientras tanto, en una templada ciudad estadounidense, el CEO de una conocida empresa de entretenimiento audiovisual-interactivo, llamémosla AVB, se ha visto salpicado por innumerables escándalos sexuales, llegándose a demostrar que en su empresa gobierna no solo un ambiente tóxico y delictivo, si no que él formó parte activa y permisiva de dichas desvergüenzas. Pero todo eso a él le da igual. No le importa lo más mínimo, incluso siendo consciente de todo el mal, de todo el sufrimiento que ha causado o ha permitido, a este señor, llamémosle B.K, lo que realmente le importa es rendir cuentas ante su junta de accionistas. Este individuo ganó tanto en un año como unos 1560 empleados de su empresa, llevándose para él solito en un solo año más de 154 millones de dólares. Y pese a todo, pese a esas irrisorias cantidades, pese a los escándalos sexuales que él siempre negará, pese a la enorme cantidad de responsabilidad que supuestamente recae sobre él… a pesar de todo… ¿saben ustedes de qué se queja este señor? Este señor se queja a viva voz, y ante su junta de accionistas, de que quizá una decisión distinta por aquí y un expediente de regulación de empleo por allá les podía haber hecho ganar 20 millones de dólares más, de los cuales un par de ellos serían, evidentemente, para él.”


3

“Y volviendo a la adorable ciudadanía común, recientemente un joven de unos 20 a 25 años se quejaba del deplorable trato que había recibido del personal sanitario hacía unos días, cuando se había sometido a unos análisis de sangre.” – Una borde, la tía esta era una puta borde… Llego yo con mis buenos modales y me salta la pava, el brazo venga… Psche… Oye, primero, buenos días, ¿no? Educación…

Este jovenzuelo barbilampiño y ligeramente ebrio se está quejando de que la enfermera no le dio los buenos días antes de proceder a la toma de la muestra de sangre. Pero este pequeño bisoño de la vida se está quejando de todo esto mientras se está fumando un “canuto” en una terraza y, arropado por el alcohol y los ademanes de asentimiento de sus compañeros, lo cuenta elevando el tono de voz, sin mascarilla, sin distancia de seguridad. Pero… ¡eh! ¡Vacunado* y con educación!

*Supongo…


Sí, la queja es otro de los mecanismos de defensa de nuestra mente para liberar estrés, para deshacernos de la pesada carga de la incomprensión y para tratar de explicar nuestros motivos y razones a nuestros semejantes. Y en muchos casos el componente cultural se antoja absolutamente indispensable a la hora de entender estos comportamientos. Cultural y… temporal…

¿Serían ustedes capaces de pasar una semana sin quejarse, independientemente de si tienen o no razón, o de si sus quejas son o no fundadas? Pruébenlo. O inténtelo, por lo menos. 

Gracias a mi amiga, actriz y psicóloga Lara Corrochano por inspirarme a escribir este humilde artículo que continuará el mes que viene con una triste pero emotiva historia que una pareja de casados tuvo la bondad de compartir conmigo en Phuket, Tailandia, tras la devastación provocada por el tsunami de 2004.


© Daniel Borge

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