La espera

“Oremos todos para que se restaure la paz en el mundo entero y para que Dios la conserve para siempre”. Esas palabras, dichas el 2 de septiembre por el general Douglas MacArthur durante la ceremonia del armisticio japonés a bordo del acorazado Missouri, y repetidas a través de onda corta por los locutores de la WNBI, habían iluminado el rostro de la señora Riley.

Por fin la guerra había terminado.

Ahora, semanas después, repasaba bajo la luz de un bombillo las cartas de su esposo. Volvió a imaginarlo desembarcando junto a millares de marines en el archipiélago de las Marshall.

Cada día en los atolones debió resultarle insoportable. Los soldados japoneses estaban dispuestos a batirse hasta el último hombre, además los impulsaba la misma idea: acabar con la vida de por lo menos uno de sus enemigos.

En otras circunstancias, se lamentaba su esposo, el lugar le hubiera parecido un trozo del paraíso. La arena era blanca y el agua cristalina. Después de los combates, las playas estaban sembradas de escombros y algunos cadáveres se balanceaban en la orilla, al ritmo cambiante de la marea.

Durante las noches se atrincheraban, con los rifles a punto y dispuestos a disparar sobre todo lo que se moviera. Los músculos se tensaban dolorosamente a causa del menor ruido. Cada piedra y cada matorral adquirían de pronto un aspecto siniestro.

En la última carta, fechada a finales de febrero, su esposo le decía, con alivio, que había cesado la resistencia en el atolón Kwajalein. Ahora navegarían hasta el próximo objetivo del almirante Nimitz.

“Estoy seguro de que la guerra terminará pronto —se despedía su esposo—. Siempre que logro dormir, sueño con el día en que volveremos a estar juntos. Te envío un beso. Dile al pequeño Sean que muy pronto llegaré a enseñarle cómo se debe lanzar la pelota”.

La señora Riley cerró los ojos y llevó la hoja de papel hasta sus labios. Suspiró y guardó todas las cartas en una caja de madera. Consultó la hora y se dirigió a la habitación de su hijo.

Recordó la expresión de asombro que le cubrió el rostro cuando le dijo que su padre regresaría al día siguiente.

—¿Estás segura, mamá? —le había preguntado con los ojos resplandecientes.

—Todos los soldados de Oakwood vendrán mañana en el tren de las nueve —le confirmó ella, revolviéndole el cabello.

Se detuvo en el umbral de la puerta. La luz que se filtraba por la ventana revelaba a medias las facciones de su hijo. Sonrió con ternura. Se había dormido sin desvestirse. Se acercó en silencio y acomodó con delicadeza las sábanas.

Regresó a la sala. Bostezó cubriéndose con el dorso de la mano y se sentó frente a la vieja máquina Singer. Había pasado todo el día reparando y cosiendo vestidos para sus vecinas. Durante la guerra, el dinero que ganaba con la costura le había ayudado para ir pasándola. Ahora ya podía dedicarse al vestido que usaría mañana.

Mientras movía el pedal, casi pudo sentir las firmes manos de su esposo sobre los hombros. Un estremecimiento le recorrió la piel. La próxima noche le entregaría todos los besos y todas las caricias que guardaba para él.

Cuando se retiró a su recámara le pareció sentir su aroma, invitándola desde la cama. Él estaba más cerca a cada minuto. Su corazón no se cansaba de repetírselo.

La señora Riley despertó antes del amanecer. Con todo el trabajo del día anterior no le había quedado tiempo de ordenar la casa.

Empezó por fregar los pisos y limpiar las paredes. Luego cambió de lugar los muebles de la sala. Se paró frente a la puerta de entrada y decidió, cruzándose de brazos y frunciendo los labios, que se miraban mejor como estaban antes. Buscó en un baúl del desván las cortinas que cubrían las ventanas el día que su marido se marchó. Mientras retiraba las bolas de naftalina, le pareció volver a verlo junto a la cuna de Sean. No se atrevía a tocarlo. Tal vez sabía que si lo acariciaba, no podría retener por más tiempo las lágrimas que amenazaban con anegar sus ojos.

Se había acercado a ella, estrujando el sombrero en sus manos. No había querido esperar los sorteos y se había enlistado como voluntario. Era su deber. Ella lo comprendió. Ambos querían que su hijo creciera en un mundo mejor.

Escucharon el ruido de un camión que se estacionó frente a su casa. Ya era la hora. Él la estrechó entre sus brazos. Ella se mordió los labios, nunca lo había sentido tan cerca. Le pareció que no eran sus cuerpos, sino sus almas las que luchaban por unirse. No hicieron falta las palabras, un tibio beso fue la mejor forma de decir adiós.

Cuando bajó con las cortinas, encontró a su hijo con el cabello desordenado y frotándose con fuerza los ojos.

—¿A qué hora nos vamos a la estación, mamá?

—Dentro de una hora —le respondió la señora Riley luego de consultar su reloj—. Aséate mientras te preparo el desayuno.

Momentos después, el pequeño Sean se sentó frente a un humeante tazón de avena. La señora Riley estaba ocupada picando los vegetales para el estofado que serviría durante el almuerzo. Había guardado varias estampillas de racionamiento para conseguir una libra de carne de la mejor calidad.

Se volvió para ver a su hijo y sonrió con orgullo. Había sido una bendición tenerlo a su lado durante esos difíciles años.

Ahora volverían a ser una familia completa. Probablemente, Sean se sentiría celoso durante los primeros días. Hasta ahora toda su atención se había centrado en él. La señora Riley se dijo que no debía preocuparse; con el tiempo su hijo se acostumbraría a la presencia de su padre. A pesar de sólo tener cinco años era lo bastante maduro para entender que no iba a perder su cariño.

Antes de salir, la señora Riley se paró junto a su hijo frente al espejo de su improvisado taller de costura. La señora Riley se miraba hermosa en su vestido celeste con un estampado de flores blancas. Todo su maquillaje se reducía a un poco de carmín en los labios. Una de sus vecinas le había dado una barra de lápiz labial como pago. Ladeó la cabeza y se acomodó los rizos del cabello.

Su hijo parecía todo un caballero con sus pantalones cortos y su camisa blanca. Lo había peinado con una elegante raya en el medio.

Ambos miraron con satisfacción el reflejo del otro y comenzaron a reír. Dejaron la casa tomados de la mano.

La estación se encontraba abarrotada. Casi todas las familias de Oakwood se encontraban allí, vistiendo sus mejores galas. Todos sonreían al charlar con sus vecinos. En ese momento, los años de privaciones y de incertidumbre serían relegados al rincón más alejado de sus memorias.

Los niños correteaban mientras sus madres les gritaban que procuraran no ensuciarse. Sean levantó la vista suplicante. La señora Riley soltó su mano después de hacerle prometer que no se alejaría demasiado.

A partir de mañana, la pequeña ciudad volvería a ser la misma de antes de la guerra. Las mujeres regresarían a ser amas de casa y los hombres recobrarían sus lugares en las fábricas. Ya nadie esperaría al cartero con un nudo en la garganta ni abriría las cartas temiendo que estuvieran mecanografiadas y empezaran dando un pésame.

La señora Riley se unió al círculo que formaban las señoras Monroy, Turner y Banks. Hablaron de modas, intercambiaron recetas de cocina y rieron cuando la señora Monroy dijo que mandaría a dormir temprano a los niños. Su esposo tendría que empezar esa noche a compensarla por los años perdidos.

De pronto, por unos segundos, pareció como si el tiempo se hubiese detenido. En la distancia podía escucharse el silbato del tren.

Cuando la locomotora comenzó a perfilarse todos prorrumpieron en vítores y aplausos. Los héroes regresaban a casa.

La señora Riley llamó a su hijo, a la vez que se alisaba el vestido y se retocaba el peinado. Estaba nerviosa. No todos tienen la oportunidad de dar otra primera impresión.

La máquina se detuvo y las puertas de los vagones comenzaron a abrirse. Los primeros soldados bajaron levantando los brazos. Cada una de sus manos terminaba en el signo de la victoria.

La gente se abalanzó hacia el tren. De pronto, esperar unos minutos para ver a sus familiares se hizo más difícil que esperar largos años.

La señora Riley asió a su hijo con fuerza y comenzó a abrirse paso entre la gente. Su mente estaba en blanco. Caminó sin un rumbo determinado, guiada por un instinto anterior a la razón.

El hilo de su voz se unió a la confusa madeja de voces que crecía a su alrededor.

Buscó un rostro que se ajustara a la imagen que, en ese momento, fluctuaba en su memoria.

Su corazón se aceleró. A unos metros, un soldado de espaldas a ella, movía la cabeza de un lado a otro. Su figura tenía algo que le resultaba familiar. A medida que avanzaba le parecía estar hundiéndose dentro de sí misma. Estaba a punto de decirle a su hijo que allí se encontraba su padre cuando escuchó un nombre desconocido y el soldado dejó caer su maleta para correr a los brazos de una joven mujer.

—¿Dónde está papá?

La voz de Sean y el reciente error hicieron reaccionar a la señora Riley. La teoría era falsa. Sí se puede confundir a una persona con otra viéndola de espaldas.

—No lo sé, pero debe estar cerca. No sueltes mi mano. Seguiremos buscándolo.

La señora Riley comenzó a fijarse en lo que sucedía a su alrededor. Cada reencuentro era la culminación de una de las historias que había escuchado en su taller. Allí, las mujeres compartían sus temores, comentaban sus anhelos y hablaban sobre los sueños con los que intentaban llenar el espacio vacío sobre la cama.

La señora Riley sonrió. Observó a Martha, su vecina, junto a sus hijos, abrazando a un delgado y encorvado George Sanders.

A unos pasos, la anciana Morris contemplaba a su nieto mientras lo sujetaba por los brazos. Sus ojos opacos procuraban, sin éxito, que la fría y dura mirada que tenía al frente encajara en el dulce rostro que ella recordaba durmiendo en su regazo. Su triste sonrisa pareció decir que lo había comprendido: la inocencia es lo único que perdemos para siempre.

La felicidad saturaba el ambiente, se volvía casi tangible. La señora Riley pensó que ojalá todos pudieran llevarse un poco de ese aire en los bolsillos. Dentro de unos días, cuando los problemas cotidianos hubieran sustituido a la euforia de este momento, buena falta que les haría.

Su mirada se movía con rapidez, saltando de un rostro a otro. La ansiedad se extendía como una mancha de aceite por su interior.

Se dijo que era demasiado pronto para preocuparse. Suspiró y frotó su mano libre en el vestido. Estaba húmeda por el sudor.

Su esposo estaba cerca, quizás atrás de ella. Miró sobre su hombro y sólo encontró las mismas caras que ya había escudriñado. Quiso reír. Tal vez no estaba tan cerca.

Debía tranquilizarse. Su esposo no era una aguja y la estación tampoco era un pajar. Era cuestión de minutos.

Su esposo estaba allí. No había recibido ninguna carta que le indicara lo contrario. Además, Dios siempre había respondido a sus oraciones y esta vez iban acompañadas por las de su hijo. La esperanza dibujó una sonrisa en sus labios. Dios no ignoraría las plegarias de un niño.

John Stanton, sargento de la 4ª. División de Marines asignada al Pacífico, maldecía su suerte, mientras se enfilaba hacia una de las casas de Oakwood.

Estiró el cuello de su camisa con el índice. La corbata le apretaba de una manera horrible. Levantó el sobre que llevaba a la altura de sus ojos y frunció el ceño.

La carta tenía varios meses de retraso. Dos días de ese tiempo se debían a una falla en el embrague de su jeep.

La camisa del sargento Stanton tenía manchas de humedad en las axilas. Esa era la misión más difícil que le habían asignado.

No había conocido a Scott Riley en persona, pero estaba al tanto de la historia. Durante el desembarco en Saipán, un Zero japonés se había lanzado en picada sobre la cubierta del acorazado en que Riley viajaba. Sus restos calcinados se mezclaron con los de otros tres hombres. Cuando levantaron los cuerpos mutilados, encontraron todas las placas de identificación, menos las suyas.

Al redactar el reporte, lo hicieron basándose en las placas y sólo se consignaron tres bajas. No fue sino hasta el final de la campaña que los oficiales revisaron la totalidad de los informes y se encontraron con que les sobraba un cadáver y les faltaba un soldado. Les tomó semanas descubrir su nombre.

La carta encomendada al sargento Stanton debía haber sido entregada diez días antes. Se pretendía que la viuda no abrigara falsas expectativas con el aviso del retorno de las tropas a sus lugares de origen.

Stanton se detuvo frente a la puerta. Tomó aire y contuvo la respiración. Golpeó repetidas veces con los nudillos y aguardó a escuchar una respuesta.

“Señora Riley —llamó, ahuecando la mano para hacerse bocina—. ¿Se encuentra en casa?”.

La única respuesta que recibió fue la del silencio. “Demonios”, masculló. La mujer ya debía encontrarse en la estación. Menuda sorpresa la que le tocaba.

Stanton descargó un golpe sobre la puerta. Ahora tendría que esperar a que ella regresara.

Caminó en círculos con las manos enlazadas en la espalda. Eso siempre le ayudaba a pensar. La mujer volvería desconcertada, pero todavía la alentaría la esperanza.

Él no estaba preparado para eso. Dos palabras suyas, un simple “lo siento”, serían suficientes para acabar con todas las ilusiones de la señora Riley. Sintió un nudo en la garganta. Recordó que Riley tenía un pequeño hijo. Era demasiado, no tendría el valor suficiente.

Se agachó y deslizó el sobre por debajo de la puerta.

Empezó a caminar con pasos cada vez más apresurados e imploró, en voz baja, que el maldito embrague no fuera a fallarle otra vez.

© Kalton Bruhl
Imagen de GregoryButler en Pixabay

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