La feria libre

Desde pequeña tuve una atracción especial por las ferias libres, el lugar donde mis padres compraban frutas y verduras frescas dos veces por semana –martes y viernes, miércoles y sábado o jueves y domingo- ya que los feriantes descansan los días lunes. En mi época escolar los acompañaba el día sábado. Era un panorama entretenido pues se estimulaban todos mis sentidos: me encandilaban los colores brillantes y llamativos de las frutas apiladas, saboreaba los trozos de fruta jugosa que me ofrecían y que me chorreaba hasta el codo, distinguía olores y aromas que me transportaban al pasado o me enseñaban algo nuevo, escuchaba a los feriantes vociferando las cualidades de sus productos y aprendía a palpar y percutir la fruta madura.

Llegábamos a ella caminando pues la feria se instalaba en la vía pública de mi vecindario, se cerraba el paso vehicular para facilitar el tránsito peatonal entre los puestos de los feriantes (tiendas, carritos y armatostes artesanales). Muy temprano en la mañana esa calle silenciosa y poco transitada se convertía en pocos minutos en un centro de vida y actividad, de los camiones bajaban las cajas con frutas, los sacos de papas, los atados de verduras, los zapallos, etc. y se disponían armónicamente sobre tableros de madera, mientras con estructuras metálicas y toldos de colores se armaban “los puestos”, que se sucedían, uno tras otro, sin un orden lógico, pero conservando su lugar en el tiempo.

Alrededor de las 15 horas comenzaban a rematar sus productos, los que se vendían por unidad eran ofrecidos dos por uno, los otros con atractivos descuentos. Después guardaban la mercadería y desarmaban todo. Solo quedaban los vestigios de su estadía, principalmente hojas de verduras esparcidas, que algunos se apresuraban en recolectar para alimentar a sus mascotas.

En el sur de Chile las ferias eran bajo techo debido a las lluvias.  En esos lugares la gente estaba acostumbrada a salir preparada para enfrentar esas contingencias atmosféricas que ocasionan problemas. Hace muchos veranos atrás comprando en una feria, en Santiago, de pronto cayó una inesperada lluvia, tan intensa que desató un verdadero caos. Los feriantes tratando de proteger sus productos y los compradores huyendo en busca de refugio sin pagar lo comprado.

Las ferias libres se constituyen en espacios de interacción humana donde los vendedores conocen a sus clientes y viceversa, reconociéndose con un trato de “casero” y “caserita”. Mi padre era muy sociable y amistoso. Sus visitas a la feria eran largas, conversaba con todos los feriantes mientras regateaba precios para lograr en su compra las tres B de “Bueno, bonito y barato”. Mi padre se ausentó por un largo tiempo y los feriantes lo extrañaron y se preocuparon por su salud. Cuando regresó a la ciudad tuvo que explicarles que había ido a descansar a su casa del balneario Algarrobo. Desde entonces comenzaron a mandarle indirectas: ¿Caserito, cuándo nos va a invitar a Algarrobo?, ¿Cuándo vamos a hacer un asado en su casa de Algarrobo? Hasta que se concretó el viaje para un día lunes de marzo. Mi papá los estaba esperando y cuál no sería su sorpresa cuando llegaron a las 9 de la mañana con sus familias y cargados con comida para un batallón. Después de un suculento almuerzo, las mujeres y niños disfrutaron de un hermoso día de playa mientras los hombres jugaron “una pichanga”, contaron chistes y anécdotas hasta que la luna les comunicó que debían regresar a sus hogares. A partir de ese encuentro la visita a la feria le salió más económica que nunca a mi padre.

Al parecer yo saque un poco del carácter de mi padre porque las visitas a la feria se vuelven un poco largas por las conversaciones.  Hace algunos años en la feria de mi barrio, un diecisiete de febrero (día de mi cumpleaños), descubrí que la caserita del único puesto de pescados y mariscos, donde compro una reineta semanal, mi pescado favorito, está de cumpleaños el dieciséis de febrero. Desde entonces nos saludamos e intercambiamos regalos.

Ese paseo semanal es tan importante en mi vida que decidí plasmarlo en una obra titulada “La feria de mi barrio”, donde se puede apreciar a mi caserita limpiando la reineta que disfrutaremos al almuerzo.

Cecilia Byrne. Feria de mi barrio. Óleo sobre tela, 90 x 60, 2022
Cecilia Byrne. Feria de mi barrio. Óleo sobre tela, 90 x 60, 2022

La feria libre forma parte del paisaje cotidiano de las ciudades, se reconoce visual y funcionalmente. Por esta razón, en mis viajes las he ido incorporando como uno de los atractivos turísticos imperdibles.

El año 2017 en Australia visité Paddington Markets. Era una gran feria que se instalaba los días sábado de 10 a 16 horas en una céntrica calle de Sidney, adosada a una iglesia. Con una diversidad de productos locales: alimentos y plantas, artesanías en cuero, cerámica y metal, diseñadores de ropa, entre otros. Los más llamativos eran los puestos de comida gourmet internacional como los que expendían gosmele turco, tacos mexicanos y una insólita oferta gastronómica local: brochetas de cocodrilo y de canguro. ¡No pude resistirme a probar algo nuevo! Con cierto recelo las probé y mi veredicto fue negativo, ambas carnes eran secas y poco sabrosas.

El año 2018 visité Zagreb, Croacia. Era un cálido domingo primaveral, después de visitar la catedral y el museo de arte naif, llegué a una plaza donde se había instalado una feria como las que recordaba de mi niñez. Los feriantes eran campesinos que ofrecían sus productos hortícolas y artesanales. Tentaban a los visitantes con degustaciones: un trocito de un delicioso queso, un vaso de vino artesanal y pan con aceite de oliva. ¡Fue el aperitivo perfecto!  Compré un trozo de queso, una botellita de aceite de oliva y frutas como las de antaño:  tomates y frutillas fragantes y de un rojo intenso.

El 2022 un domingo en Niza, en pleno casco histórico, encontré el famoso mercado Cours Saleya, con puestos impecables y ordenados por sectores delimitados:  frutos secos, verduras y hortalizas, frutas frescas, quesos, aceitunas. Los más espectaculares eran los de fragantes y coloridas flores donde, alucinada recorrí cada puesto, una y otra vez, escuchando a sus feriantes en francés ofrecer sus rosas, camelias, tulipanes y una enorme variedad de ramos. Me dediqué a fotografiar ese espectáculo para compartirlo. De pronto me sorprendió uno de los feriantes, con un piropo me regaló con un pequeño ramito de flores silvestres. Me sentí la protagonista de un antiguo comercial de desodorante chileno “Si un desconocido te regala flores, eso es Impulse”.


© Texto e imagen: Cecilia Byrne  

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