La habitación veinticinco

Tomó el taxi hacia el Hotel Inglaterra. Era una tarde soleada de sábado. Había terminado el turno en la biblioteca municipal y de repente le había entrado el capricho de aventurarse así. La última vez que la había visto habías sido hacía un mes, en la plaza de Bolívar, también una tarde de sábado. Sentía que ya había esperado lo suficiente, no sabía nade de ella y echaba de menos la experiencia con la muchacha.

El taxi se detuvo en la esquina de la calle quince, pagó el servicio y caminó hacia el hotel. Durante el trayecto, se encontró con las damas que usualmente frecuentaban la calle: La Pecosa, Natalia y Wendy. Su escueto saludo fue secundado por una uniforme mueca de burla de parte de las jóvenes. Prosiguió su camino hasta la entrada, donde el viejo Enrique custodiaba el apropiado desarrollo del negocio. El ruido de los buses, de los estéreos a todo volumen y el pesado aroma del cigarrillo, el smog y el café tostado brindaban un particular telón de fondo no tan malo. Había que estar decepcionado, desengañado, solitario o tener algún inusual propósito para ir a dar a dicho lugar. Y Elías tenía de todo ello un poco.

Número veinticinco, dijo Enrique mirando de reojo. Subió las escaleras y sintió qué tonto era al amarla de esa manera. Que seguramente andaba obsesionado, se diría. Deberían haberle prescrito libros para ese mal. Cualquiera que lo viera sabía que sufría de alguna enfermedad incurable. Qué tal una ficción de Onetti o de Borges. O algo más atrevido, de García Márquez o Allende, o unos aforismos de Cioran. Quiso entonces recordar el perfume dulce de la mujer de la biblioteca, ese perfume dulce que también le traía a la memoria a ella, la del nombre X, del Hotel Inglaterra. Claro, o estaría el aroma disperso por el corredor y se acordó. No se llega al aroma con el puro recuerdo, es al revés. Digo.

¿Estaría la señora de la biblioteca en el hotelucho de mala muerte? ¿O sería la chica X? Ella, pues, que trabaja allí. Que no se engañara. «La maravilla de tus piernas/anuncio de otras maravillas». Señora, niña X, que le llamara señora para perdonarse su error. Cuarto veinticinco y en su mano izquierda el libro de poemas de León de Greiff.

Dos tomos de Jurisprudencia Clásica para  la señora de la biblioteca. Que llenara la ficha y él quería captar su nombre. Su sonrisa, sus cabellos negros, lacios, en cascada; los ojos marrones y el conspicuo pintalabios. En la habitación veintitrés gemía una pareja con cierta exhaustividad y en la veinticuatro, un silencio inusual. No era la hora de infidelidades. La niña X en la veinticinco, cabello rizado, piel morena, identificación falsa, caprichosos ojos y demasiados accesorios. «Señora X, he venido por usted». Le dolía a Elías sentirla con otros. «Quise una vez y para siempre/ -ya la quería desde antaño-/ a ésa mujer en cuyos ojos/ bebí mi júbilo y mi daño». De su aguardiente escondido en la pretina del pantalón bebió dos, tres, cuatro bocanadas de la botella. Mientras el liquido le derretía la garganta, recitaba para sí los versos de De Greiff.

Llegó a la habitación veinticinco y antes de introducir la llave, escuchó los callados quejidos de la niña X, imaginó su perfume siendo gozado por otro, penetrando las fosas nasales para enquistársele al desconocido en su cerebro y luego poder recordar a la dama que le había ofrecido el servicio. Antes de que los dos pudieran jadear al unísono, abrió la puerta con violencia, sacó su revólver y en medio de los gritos -ahora de desesperación- vació toda la munición de ocho tiros en la figura masculina que yacía trepada sobre la niña X. Lo había vaciado a tiempo, antes de que lo desconcentrara de su cometido un feroz ataque de la fémina hacia él, valiéndose de sus dos pesados tomos de Jurisprudencia Clásica.


© Cruz Medina

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