La librería en enero
Era enero, así que no había más opción que tener abierta la librería hasta lo más tarde posible. Sirvió un café y se recostó sobre la silla, la cual estaba ubicada en un pequeño pedestal desde el cual tenía campo de visión de todo el lugar. Las ganancias de aquella jornada hasta ese momento eran parcas e insuficientes para mantenerse cómodamente a flote hasta el otro día. Sin embargo, no se preocupaba, vivía solo y si era necesario pasaría con lo mínimo de comida y su moto tendría suficiente con el cuarto de gasolina. Era la décima quinta taza del día, oscuro para aguantar, pero su estómago ya no resistía y había empezado a sentir el ardor típico del reflujo y una sensación constante de hambre, instalada ya desde hacía algún tiempo. El reloj de péndulo, justo sobre la puerta, marcaba las 8.30 de la noche. Decidió que permanecería media hora más y luego se marcharía para su apartamento.
Estaba inseguro de qué hacer durante esos treinta minutos. Sería demasiado poco para la lectura del libro de filosofía y no era el día programado para ello. Podría tomar el cuaderno de ruso -hace algunos meses había leído sobre las becas- y conjugar algunos verbos, repasar la declinación de algunos sustantivos con sus adjetivos, pero no, no se perdonaría el quedar a medias en la consecución de dicho placer. No lo descartó del todo, por lo que dejó el manual de gramática sobre el escritorio en caso de que el tiempo corriera lentamente. Como primera opción entonces eligió el periódico, un diario que más parecía un pasquín que algo decente. Pero, en fin, ojeó las primeras páginas con desinterés, noticias de siempre: obras dejadas a medio terminar, pacientes quejándose de la baja calidad del servicio de salud; las bonanzas en el café; las protestas de los maestros por la baja inversión y la cuota de asesinados (a veces dos o tres por día) relacionados con el microtráfico o el paga diario.
Bebió un poco más de café mientras se reclinaba más hacia atrás, cuando de pronto, al alzar su mirada, se encontró con una silueta entrando a la librería. «¡En qué le puedo ayudar!», sonó más a alguien asustado por la repentina aparición que a alguien listo para atender amablemente. Respiró hondamente y suspiró, liberando el miedo acumulado en esos pocos segundos. Tragó el café que había retenido. «Gracias» contestó la figura. Con desespero más que con exactitud, buscó el interruptor de la lámpara frontal y la encendió.
Antes de que el lector se anticipe a cualquier cosa, es menester aclarar que dicha avenida era frecuentada usualmente a esa hora, ya que en Patio Bonito la jornada laboral en general había sido sancionada hasta las ocho de la noche. Además, los alrededores solían ser puntos de paradas de autobuses. No resultaba sorprendente, entonces, para el dependiente la aparición en la tienda de dicha figura.
—A su derecha tiene superación personal. A la izquierda, las novedades en todos los géneros. En este librero tiene toda la literatura de Patio Bonito y en aquél, todo lo referido a no ficción.
—¿No cree que es mejor callarse y dejar que el cliente se aventure en su librería? – señaló la mujer con la mirada fría y llevándose un cigarro a la boca- A propósito que no inspira nada, el espacio es demasiado predecible.
El hombre, herido parcialmente en su ego, irritado por el hambre y el malestar estomacal se puso de pie y desde el pedestal siguió -con el afán de contrariar a la atrevida y petulante mujer- presentando la librería.
—Sobre su derecha poesía y la literatura policíaca hacia las ventanas. Al lado contrario, sobre este costado la novela histórica y junto a la pared, literatura de terror.
La mujer caminó hacia la mitad de la librería, justo al frente del pedestal. Llevaba un bolso en su brazo derecho, el cual estaba doblado hacia su pecho. Traía un vestido rosado claro y encima un abrigo de piel. Su color de piel, juzgando por su cara y piernas, era blanco en exceso, diríase pálida. En su mano izquierda portaba el cigarro, el cual lo fumaba a intervalos cortos.
—Puede servirse un café de la mesa que está a mi izquierda. En veinte minutos cerramos.
—En ese caso le pediré que me lo sirva usted, si es tan amable. Y aún no me ha preguntado en qué me puede ayudar, entiendo. Quizás sea usted de esos dependientes que creen que su único rol es de sentarse, pronunciar el aburrido monólogo de hace unos minutos y recibir el dinero de sus productos… ¡Qué baja calidad, qué decadencia en este pueblo!
El hombre, conteniendo su malestar y las ganas de responderle -¿era su negocio? ¿podría hacer lo que le viniera en gana?- salió de su pedestal, que se asemejaba más a una pequeña fortaleza, y bajó lentamente por las escaleras. Trató de configurar un rostro de burla y de reprimir cualquier palabra -si era suyo el negocio, entonces podría hasta echarla a patadas-. Se acercó a la cafetera y sirvió el café que ya completaba más de doce horas reposado allí.
—Cuénteme, señora, ¿en qué le puedo ayudar? ¿Busca algún tipo de literatura? ¿le sugiero las novedades?
La mujer tomó el pocillo, lo levantó hasta la altura de sus hombros y lo llevó a su boca. Lo probó lentamente y -para sorpresa del dependiente- reconoció con una sonrisa el sabor del café. «Voy a agregar un poco de azúcar», bajó el bolso a la mesa, abrió la cremallera e introdujo su mano dentro de él. Mientras tanto, el hombre, seguro de haber controlado la situación de un cliente atípico -se creían mucho estas viejas venidas en años, por tener un poco más de dinero-, se dio vuelta y sirvió otro café -ya lo poco que quedaba del suyo se había enfriado.
—¡Arriba las manos, esto es un asalto!
El hombre anonadado se dio vuelta y levantó las manos mientras miraba el revólver que la mujer sostenía firmemente. No podía mascullar palabra alguna.
—¿Pensaste que con ese tinto reposado, recalentado de todo el día me podrías cautivar, ah? No seas tonto, Fernando. Eres un desastre, mírate, qué librería tan mal organizada, qué poco creativo eres. Igual de inútil y parco de cerebro como tu padre. Y este café -el hombre miraba las manecillas del reloj, faltando cinco minutos para las nueve de la noche- hecho una porquería. ¿Es todo lo que tienes?
¿Era suya la librería? Podría sacarla a patadas, quién era ella para hablarle así. Fernando, Fernado, Fernando. Qué insulto esos nombres, qué tontería buscarle nombres a los personajes, y así, nombres feos, qué mediocridad, pensaba.
—¡Habla! ¿Te han comido la lengua los ratones? Mediocre, no eres capaz ni con una librería. Cualquier tonto la ensambla, cualquier tonto la atiende, cualquier tonto prepara un buen café.
El hombre, sin hablar, dejándose atacar por la señora -¿su madre? ¿su tía? ¿acaso abuela?- miró el reloj victorioso, se burló de la dama y ella no entendía. Las manecillas marcaban las nueve de la noche.
Cerró el periódico y bebió el café ya frío. Desde su pedestal, casi a punto de dormirse, se había salido una vez más con la suya. Qué difícil es pasar treinta minutos. Ni un solo cliente. Apagó las luces, bajó los interruptores de la electricidad.
Abrió la puerta y espero con optimismo el próximo bus. «Fernando… ¡Qué torpe!»