La mañana siguiente
Había sido una semana terrible. Seguramente, pensé, me miraba tal como aparecía en la fotografía del pasaporte.
Sin embargo, ya podía descansar. La sentencia me había resultado favorable, así que ahora tenía tiempo para recorrerla ciudad. Abandoné la sala de juicios y estiré el cuello para lanzarle un beso a la imagen de Temis colocada en la entrada del tribunal. Caminé hasta una plaza y me detuve en una pequeña tienda. Entonces la vi. Era una mujer hermosa. Mi habitual timidez me hizo bajar los ojos. Sabía que no tenía ninguna oportunidad con ella. Aún no me explico cómo terminamos en mi habitación. A la mañana siguiente me sobresalté al sentir la frialdad de su tacto. Quité la sábana que la cubría y tuve que ahogar un grito: sobre la cama había una estatua. Salí corriendo hacia la calle. Días después leí la noticia en un diario: «Habían encontrado la efigie de Temis en una habitación de hotel y, lo más sorprendente, sin la venda que le cubría los ojos y con una enorme sonrisa esculpida en los labios».