La musa, la jefa
Doña Musa se había convertido en una insistente jefa que no me daba el día libre, quizá porque yo me tomaba largas vacaciones sin su autorización. Entonces aparecía de sopetón, a veces me encontraba cocinando, haciendo cola en el Banco o hablando con un cliente en mi trabajo. Y soplaba. Soplaba y me quedaba la cara de póker, los ojos embalsamados, la lengua torcida, hasta las mejillas titilando como estrellas. No tengo facilidad para calcular las fracciones de un segundo, creo que eso duraba el soplo.
Después, se despedía. Como con una descarga eléctrica anunciaba su ida, y volvía yo a la transacción bancaria o a lo que estuviera haciendo con una facilidad enorme de olvidarme de lo maravilloso, pocas veces vista.
El asunto era que su soplo quedaba en mí como una cosquilla suave y hasta que no le daba salida en el papel, no dejaba de circular por mi cuerpo, me zigzagueaba la mente, me atornillaba la garganta.
Y cuando llegaba al papel, palabras y palabras iban y venían, se armaban, desarmaban, hacían piruetas, me descolocaban. Ella, la jefa, no decía nada. Creo que ni siquiera acompañaba y todo quedaba bajo mi entera responsabilidad, como corresponde.
© Lucía Borsani
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