La naturaleza olvidada de Dios (Fábula)
… Y tras crear Dios el Edén, a lo visible y lo indivisible, al Hombre y a la Mujer, a todas las criaturas vivas del cielo y de la tierra, y a todo aquello que era apto para el bien de la Humanidad, decidió descansar al séptimo día olvidándose por completo de colocar algunas de las especies que había creado, dentro de aquel vergel y dejándolas apartadas en una isla desierta la cual llamó La Atlántida…
En ella, diversidad de especies esperaban que el Señor se acordase de ellas y pudiera darles cavidad en el Paraíso, tal y como había prometido y acordado.
Pero no fue así…
Todas las mañanas durante mucho tiempo, los habitantes de la isla se levantaban con la esperanza de que aquel pudiera ser su gran día y que por fin el Señor se acordase de ellos y por fin, los llevara a ocupar su sitio en aquella majestuosa tierra que había creado. Y durante mucho tiempo, los árboles se dedicaron a caminar de un lado para otro esperando tal acontecimiento, cuchicheando sobre tal acontecimiento.
Pero el tiempo iba pasando y todos los animales y plantas se acostumbraron a vivir sin esperanzas, olvidándose por completo y dedicándose a no pensar nada más que en ellos mismos y no en aquel que tenían al lado, distanciándose por completo para no respirar el mismo aire y sobre todo, en echar raíces en un mismo sitio y quedarse asentados.
Ninguno se sentía dichoso de su vida y las pocas veces que lo eran, no se acordaban del Señor para nada. Tan solo, cuando la desgracia se apoderaba de ellos y salía su nombre en sus pensamientos.
Árboles, arbustos, plantas y animales, se dedicaron a vivir en monotonía y empezaron a sentir el silencio de la isla. Si cada uno de ellos hubieran tenido ombligo posiblemente habría sido el centro de su existencia.
Dios, por su parte, observaba desde las alturas su “despiste” y confiado esperaba que no perdieran aún el ápice de fe para lo que fueron creados.
El silencio pasó de la calma al ruido interno de sus almas y dejaron de escuchar su espíritu para tan solo oír el ritmo de sus corazones y de sus propios pensamientos, asumiendo un sentimiento profundo de tristeza. Este estado se acomodó de tal forma entre ellos, que llegó a sentar precedente en aquella naturaleza olvidada en el arrecife. En definitiva: se perdió el equilibrio para lo que realmente fueron creados.
El Señor siguió observando afligido.
Más allá, hacia el río, un Chopo bebía de un riachuelo que nacía de lo alto de la montaña. Junto a él, un Caballo blanco de crines aterciopeladas le acompañaba. El árbol miró al cuadrúpedo y sonrió:
– No estoy solo – pensó – No me siento así, soy feliz. Sé que mi vida es larga en esta isla, es todo tan bonito y hay tantas cosas que ver. Todo es tan sencillo y saber que no existe en mí, esa soledad. Hay tantos árboles, tantas plantas y tantas flores y tantos animales. Cada mañana me despierto y siempre le veo ahí. Es mi amigo y me hace tanta compañía. Hablamos de muchas cosas y sobre todo, nos reímos.
El caballo sintió la voz interior del árbol y dejó de beber, mirándole agradecido.
– No estoy solo, le tengo a él – siguió pensando – Además, somos muchos en el bosque, en la pradera, en el río, en el lago y en la montaña. Ayer mismo, me comentaba lo bonito que sería estar con más especies como ellos, no importa si son distintos. Compartir nuestras inquietudes y nuestros miedos, lo que pueda pasar en un futuro con nosotros…
El árbol cerró los ojos y miró al cielo. Suspiró.
– También me gusta meditar y puedo ir a mundos que están en mi mente, que seguro que existen en algún lugar. Me siento muy bien meditando porque allí hablo con Dios. Le cuento mis problemas e inquietudes. Os puedo asegurar que es mi mejor amigo, porque me ayuda. Le oigo en silencio y me aconseja por qué camino ir y cuál sería el correcto. Sé que Él también nos escucha. A veces le echo de menos, pero los ratos que estoy así, callado, disfruto de mi paz interior y me hace feliz… Sé que no estamos solos y que nos vigila en todo momento y no ayuda, ¿es que nadie repara en ello?
El caballo se rozó contra su tronco notando la pena que sentía el árbol
– ¿En qué piensas Chopo? – le preguntó el caballo.
– En la vida – le contestó.
– En verdad, amigo, quisiera ser tan inteligente y sabio como tú – suspiró el corcel -Aunque siempre me dices lo mismo: El tiempo lo cura todo, la vida te enseña a tener paciencia porque todo llega. No se corre si no llegas a ningún, al trote la vida se ve mejor.
El Chopo sonríe, le mira a los ojos y le acaricia con una débil rama recién nacida.
– Somos afortunados, bello rocín de piel blanca, estamos vivos, respiramos. Solo el aire para mí, es suficiente.
– Seguro que llegarán días mejores – continuó el animal, moviendo todo el cuerpo y luciendo sus crines al sol – Yo no me siento esclavo de nadie, nadie me ata, nadie me impide ser libre cuando salgo a galopar. Y encima, te tengo a ti de compañero y amigo.
El caballo observa de nuevo al árbol y observa su grandeza, su fuerza y vigor. Recuerda que, en todo momento están vivos y que, en esta parte de su vida, se debe reír o llorar, aprender y escuchar. Que nunca estamos solos y que la soledad es para quien la busca y la encuentra, porque siempre habrá alguien a tu lado y por tanto, no debes sentirte abandonado…
La vida es muy corta para guardar silencio…
El Señor, entonces, se alegró de lo que estaba viendo y sintiendo que su peso disminuía. Pensó que si entre todas las semillas, una sola germinaba en la tierra, seguro que la vida seguía su rumbo y realmente, la naturaleza, no está tan olvidada como realmente parecía…
Desde entonces, el chopo gobierna el mundo con su altura, siendo el mensajero que unirá con su copa, la tierra y el cielo.