La otra orilla

Espléndidas. Las vistas eran espléndidas. «Pero aquí huele a viejo» dijo enderezando la cabeza, enfrentándose al sueño que le provocaba la contemplación monótona del horizonte como única salida del aburrimiento. Un gran ventanal enmarcaba el mundo: tan cercano y lejos a la vez que no parecía real; a sus pies, la ciudad, y al frente el mar del que emergía la gran roca. Más allá: otro continente.

En medio de aquel orden pulcro y bien pensado que acreditaba a la institución, sólo sus pensamientos se desordenaban, menos mal que podía escaparse, perderse en las vistas del frondoso jardín que rodeaba el edificio, tras el cual se oía cantar a las olas en las noches de tormenta. Con aquél idílico marco nadie comprendía sus quejas, por eso, pasado un tiempo decidió dejar de lamentarse. La vida a esas alturas era una aburrida sucesión de rutinas: comer, dormir, la enfermería, las medicinas, aguantar conversaciones que no le interesaban, llevar con paciencia la obligación del rezo y, recordar, siempre recordar. ¿Dónde se quedaron los sueños, el futuro, el porvenir? Todo se diluyó al doblar el cabo de Buena Esperanza de los ochenta, cuando alguien, a quien ella quería mucho, le invitó a traspasar la puerta de la residencia como único proyecto de vida.

Trazó un plan. Él estuvo de acuerdo. Aquella monja tuvo la culpa; si les hubiera dejado hablar un rato todas las tardes antes de la cena, sentados en el banco junto al estanque de ranas de colores, no hubieran tenido necesidad de cambiar las cosas. Fue la monja, celosa del amor que los dos sentían y que no ocultaban al mirarse en la capilla, en el comedor, en el paseo. Siempre vigilados por aquel alma del diablo con cara angelical; sobre ella caería el pecado, si es que existía la justicia divina.

Pasada la medianoche, dos horas después de que el turno de guardia hiciera la ronda, bajó la escalera en el más absoluto silencio. Luego, se ayudó de una silla y, sorprendida ante su agilidad, se escabulló por la ventana de la planta baja que daba al jardín; continuó por el sendero de los cipreses escondiéndose de la luna. Bordeando el edificio principal consiguió alcanzar la salida del personal de servicio. Allí la esperaba. Se miraron, se cogieron las manos e instintivamente se besaron, por primera vez, buscando la fuerza del otro en aquel beso con sabor a inocencia. Sin hablar, al ritmo de los latidos del corazón, iniciaron el descenso: apenas dos kilómetros de piedra y matorral para alcanzar la libertad. Tomarían el primer barco de la mañana, el de las seis, antes de que descubrieran su huida y, en apenas una hora otro país les cobijaría. A fin de cuentas, la vida no es más que eso: cumplir etapas, y, en ellos se había despertado una nueva ilusión. «Estaban vivos», escribieron en la servilleta de papel de la cena que se intercambiaron la noche anterior, como consigna para emprender su aventura.

Apoyándose uno en el otro para salvar la dificultad del camino, fueron ganando la bajada. Todo estaba en calma salvo su respiración acelerada. En la oscuridad, las estrellas, distantes y frías, llenaron la noche de mil ojos; la luna, más cálida, les alumbraba para evitar la caída. Sin embargo, el silencio, que sólo rompían los grillos, parecía convocar a la tragedia.

No era mucha la distancia aunque aquello se les hiciera interminable al sentir al miedo acechando entre las piedras. Debían descender con todos sus sentidos para llegar antes del amanecer, sin pensar en nada fuera de ellos, tampoco en los hijos, que eran felices lejos de su cariño. El futuro volvía a existir. Por primera vez en ochenta años sintió que decidía al margen de todos los demás, libre de prejuicios. Huía con él adonde nadie los conociera y juzgase esa relación que le devolvió la sonrisa. Sintió la firmeza de aquella mano que aprisionaba la suya; no era necesario hablar, había que guardar las fuerzas; seguro que él adivinaba y, compartía sus pensamientos.

La bajada parecía interminable hasta que los matorrales desaparecieron frente a una carretera ancha que a esas horas de la noche parecía fácil superar. Al fondo les esperaba el puerto, el batir de las olas en la playa, el mar. El mar. En el horizonte el sol comenzaba a insinuarse. Se volvieron a besar.

Deslumbrados por el destello veloz de unos faros, y el ruido de un impacto brutal, instintivamente se abrazaron sin tiempo de despedidas. Creyeron oír el cantar de la última ola.

No se atrevían a moverse, ni abrir los ojos, pero el deslumbramiento de luces entrecortadas y el correr angustioso entre los matorrales de algún animal perseguido les hizo tomar conciencia de la situación: seguían vivos, mientras monte arriba algo huía perseguido por luces de linternas. Sólo podían ocultarse en el suelo o correr monte abajo antes de ser descubiertos. Sacando fuerzas, agarrados de la mano, descendieron hasta conseguir alcanzar la arena de la playa donde, entre unas rocas, una barca vieja, pintada de azul, se mecía ajena a la persecución.

Con su ayuda, ella evitó mojarse al subirse a la barca dando un pequeño salto desde una roca. Él, con el agua por las rodillas, empujó desde popa para luego, zozobrando, sentarse a su lado. Muy juntos, quietos, consiguieron la estabilidad de la patera que se deslizó equilibrándose hacia el horizonte del otro continente que el sol comenzaba a iluminar.


Texto y fotografía © María Cruz Vilar

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