La procesión del Cristo de Mayo

Chile es un país sísmico. Cada cierto tiempo se movilizan las placas tectónicas y se libera la energía acumulada en forma de vibraciones que pueden ir desde un simple temblor a un terremoto devastador.

La magnitud del evento puede ser muy variada; depende del lugar territorial, del epicentro; de la duración, del material usado en las construcciones, y especialmente, de la hora en que ocurre, pues en la noche parece más terrorífico. En las horas de oficina y de colegio hay más riesgo de accidentes.

Toda familia chilena guarda importantes recuerdos de estos eventos: desde vivencias estresantes hasta hechos muy traumáticos.  Estas experiencias condicionan y facilitan, sin duda, su enfrentamiento a posteriori, lo que es fundamental en la crianza de los hijos e hijas.

Gracias a mi madre, desde muy pequeña aprendí a reaccionar con mesura frente a los habituales sismos o temblores que remecían el lugar donde me encontraba.

En su niñez, vivió la traumática experiencia de un terremoto magnitud 7.8 que destruyó su ciudad, Chillán. Recordaba que lo único que quedó en pie en las casas derrumbadas fueron los dinteles de sus puertas.  Jamás la vi correr ni gritar durante un evento sísmico, solo resguardarse, en silencio, bajo el umbral de la puerta principal.

Estoy agradecida de esta lección que aprendí por imitación. Me angustia ver personas que pierden el control; sus gritos y carreras sin rumbo provocan pánico en los cercanos:  algunos tratan de salir corriendo, por miedo a que se les caiga la casa encima y queden aplastados. A veces las puertas se atoran y sus reacciones precipitadas suelen provocarles graves daños, como resbalones, caídas y hasta accidentes fatales.

He vivido tres grandes terremotos: los años 1960, 1985 y 2010. El último fue el más traumático por sus características: grado 8.8, a las 3:34 de la madrugada y con una duración de más de 3 minutos, ¡los minutos más largos de mi vida!

Estaba sola, durmiendo en el piso 20. Me despertó el largo movimiento y de pronto todo se remecía. Sentí que me sacudían de un lado para otro y, de arriba hacia abajo; no me atreví a bajar de la cama, temía que el fuerte movimiento no me permitiera estar en pie.

Sentía el rugir de la tierra, la quebrazón de objetos, el estruendo de vidrios que se quebraban, los gritos de los vecinos, el sonido de las alarmas de los autos y de las sirenas de los vehículos de emergencia.

Veía desde mi ventana la ciudad completamente oscura debido al corte de energía eléctrica. Por instantes, el negro cielo se iluminaba con las chispas del cableado eléctrico y pude ver a muchas personas negligentes peligrosamente asomadas en las ventanas y apoyadas en los balcones de edificios cercanos.

Sentía la adrenalina fluyendo por mi cuerpo y me embargaba una gran incertidumbre. Parecía una pesadilla de la que no podía despertar. En ese momento constaté mi fragilidad y desamparo ante la fuerza de la naturaleza.

Con mis ojos cerrados trataba de darme ánimo: “Ya va a pasar, ya va a pasar” y respiraba profundo aplicando todo lo aprendido en tantos años de practicar yoga y de sufrir terremotos. 

Por fin la tierra se tranquilizó, pero mi cuerpo seguía tiritando de miedo y el edificio continuó balanceándose por muchos minutos más.

Las comunicaciones estaban cortadas, era imposible saber cómo estaban los familiares y amigos. De algunos logré tener conocimiento solo después de varios días, con la gran angustia que esto me produjo.

Las intensas réplicas que continuaron, me hacían pensar en un nuevo terremoto, como ha sucedido en otras ocasiones. Por ejemplo, el año 1960 hubo dos terremotos, en dos días consecutivos (21 y 22 de mayo), en tres ciudades diferentes.

Vuelve la electricidad y a través de las noticias se produce el mayor impacto al constatar la magnitud de la destrucción que ocasionó: gente durmiendo en la calle o en la plaza por pérdida o miedo, la remoción de escombros en búsqueda de víctimas o personas desaparecidas, los saqueos a las tiendas de abastecimiento…

Dos días después, lunes, yo debía volver a mi trabajo. El terror que me provocaba pensar en una réplica mientras bajaba o subía en el ascensor, me hizo utilizar las escaleras, ejercicio soportable para bajar, pero extenuante para subir. Por suerte, el martes entré en razón y volví a utilizar el ascensor, pero no puedo negar que durante todo el trayecto rezaba fervorosamente para que no temblara.

Esto me recuerda que la oración surge espontáneamente; primero para que termine de temblar, después por la indemnidad de familiares y amigos y finalmente, para que no vuelva a temblar.

Quise plasmar en óleo sobre tela una procesión que tuvo su origen en el terremoto devastador del 13 de mayo de 1647 que azotó la ciudad de Santiago de Chile. 

Cecilia Byrne. “Procesión del Cristo de Mayo”, óleo sobre tela, 50 x 100 (2020)
Cecilia Byrne. “Procesión del Cristo de Mayo”, óleo sobre tela, 50 x 100 (2020)

La noche del 13 de mayo de 1647, en la ciudad de Santiago, tembló violentamente por cerca de 15 minutos. Esto provocó la muerte del 25% de la población debido al derrumbe de las precarias de entonces y al desprendimiento de enormes bloques de roca del cerro Santa Lucía que rodaron aplastando todo a su paso.

La iglesia de San Agustín quedó destruida totalmente, con la excepción de, un solo muro donde se apoyaba una efigie del Cristo de la Agonía, tallada por Fray Pedro de Figueroa. Muro y efigie sobrevivieron intactos, salvo que la corona de espinas, forjada en metal, extrañamente se deslizó y quedó alrededor del sagrado cuello. Esto fue considerado un milagro, ya que el diámetro de la corona es menor que el de la cabeza y sería imposible su paso al cuello.

Se dice que en medio del devastador panorama y ante la necesidad de contar con una figura adorable frente a la cual la ciudadanía pudiera rogar por el perdón de sus pecados, el obispo de Santiago sacó esa misma noche al Cristo en romería entre la iglesia y la Plaza de Armas.  Así nació la tradicional procesión del Cristo de Mayo, el Señor de los Temblores, que se realiza cada 13 de mayo para recordar la identidad nacional que se construye, se destruye y se vuelve a construir a partir de sus terremotos.

El desfile parte a las 7:00 p.m. desde la iglesia de San Agustín para recorrer las calles del centro (Estado, Moneda y Ahumada) y al llegar a la Plaza de Armas se detiene durante “tres credos”, el tiempo estimado de la duración del magno terremoto y continúa avanzando por calle Compañía para regresar a la Iglesia y celebrar la misa a las 8:00 p.m.

Dice la leyenda que los años en que –por distintas razones- el 13 de mayo no se ha celebrado la procesión, han ocurrido terremotos: 1959, 1984 y 2009.


Texto e imágenes © Cecilia Byrne

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