La puerta de las sombras vivas
Te esperaba en la puerta de la tarde, en ese momento en que se apagan las amapolas y pliegan su cielo las sombrillas de colores. En el aire flotaban canciones que el viento traía del río cercano y que las grullas besaban con su pico de niebla.
Te esperaba en la puerta de la tarde, en la dulzura de los pensamientos puros y con la visión de tus ojos mirando al frío. Un ciervo se acercó a mí en busca de una caricia mientras el búho, todavía con ojos de luna creciente, nos miraba con sus alas de noche, pensando en la luna llena que llenase su frente.
El tiempo se hacía dulce en mis manos, la puerta siempre inmóvil hacía guardia a mi espera, hecha perfume en los crisantemos que todo lo guardan.
Estábamos ya en el tiempo de los recuerdos del cerezo, cuando las tardes se alargan en las faldas del tiempo. Dos sauces lloraban ramas de agua, derramando el sudor de sus hojas hacia el suelo.
Vi tu silueta a lo lejos, dibujando el aire, y que el viento me trajo como un abrazo sonoro, tropezándose con los perfumes del ocaso y la alegría de las magnolias.
De pronto, una neblina gris borró los colores de tu kimono carmesí y la nata de tu rostro se la llevó la luna con sus brazos de plata nocturna. El aire se llenó de alas transparentes que se tragó de pronto la noche precipitada.
Un relente de filo de espada cortó sin compasión mi mirada y me quedé tan solo como está el vacío en la nada. Temblor en el alma. En mis manos, apretado tu recuerdo, y mis ojos en desvelo por los aullidos del tiempo.
Me quedé sentado en la puerta de los recuerdos, con el sabor de tu sonrisa en mis labios y un dolor muy fuerte de suspiros muertos. Con los ojos encharcados y el corazón seco. Con el recuerdo de tus ojos mirando a la tierra, y el presente de los míos prisioneros entre pestañas de sombras.
Después me levanté lentamente, como manda la tristeza y abandoné la puerta de los recuerdos por la senda de los cerezos olvidados. Mis pies besaban la tierra entre las calladas reverencias de las orillas calladas. Por detrás de mí, por la luz de la luna dibujada, sin que yo siquiera lo sospechara, dos sombras me acompañaban.
Texto e imagen © Felipe Espílez Murciano