La puerta del día
Todos los días, cuando amanece, cuando el sol empuja a la luna con la suavidad del oro en dispersión atómica, nacemos de nuevo. Dejamos guardados los sueños en la placenta de la noche y despertamos, asombrados de salir de las sombras y con un ligero temblor en la mirada, el tremor de la noche derretida en nuestros ojos, todavía de estrella.
Todos los días, cuando amanece, levantamos el mundo. Uno es, de nuevo, nuevo. Y por esta luminosa razón, uno se dispone a sacudirse de la piel las luces del alba y a ensayar las sonrisas con que saludar a la vida, que espera en la esquina de sí misma.
Ligero de alma, dispuesto de nuevo a la búsqueda de la belleza, la que quedó incompleta el día anterior. Ligero de alma, sí, pero con el corazón cargado de recuerdos y, con el centro agujereado por todos aquellos que se nos fueron y que, para que no duela a la vista de la emoción sostenida, tapamos con unas telarañas de amor.
Buenos días, vida, aquí estoy de nuevo, con mi alma ligera, con mi corazón cargado y con esa mirada de labios con la que beso el aire, con la que beso al mundo.

Texto e imagen © Felipe Espílez Murciano