La serena muerte diaria

Me despertó la claridad del recuerdo de tu piel en tormenta y doblé mis dedos, pararrayos incandescentes, para recobrar el tacto dormido.

Por la ventana las primeras luces, todavía con el azul del recién nacido, traspasaban los visillos con sus agujas de luz cosiendo la mañana con un embaste de aurora.

Las estampas que colgaban de las paredes como ruiseñores pensando recobraban, pulso a pulso, el tesoro que custodiaban sus horizontes de marcos.

A lo lejos, tras la ventana, un gallo puso orden en el alba invitando a la noche a la retaguardia, a esa zona oculta que hay detrás del sol, en las espaldas del mundo.

Tu pelo, revuelto de besos, campeaba por la almohada en el silencio de ese momento en el que se detiene el paisaje.

Un momento de melancolía voló entre los suspiros que se acomodaban en las ventanas del aire y un miedo se me enredó en la sal de mis pestañas. Fue un momento fugaz, efímero, delicado y malva como un pétalo transparente herido por la niebla del tiempo.

En tu frente brillaban deseos de anoche, en tu frente.

De pronto sonó el despertador. Le hice callar sus exigencias con una caricia y él me regaló el silencio de su aprobación.

Tu cuerpo se movió como un atardecer, equivocadamente, y la mañana entró por la ventana como un grito de luz.

Ya nada sería igual. Se había deshecho el alba como se pierde un abrazo.

Los grillos estrenaron el día y yo me quedé conmovido por ese sutil momento en que el hombre nace.

Hasta me pareció oír la voz de mi padre, que yo no oí porque acababa de nacer, que decía, que gritaba “¡es un chico!”.

El resto del día será para morir un poco.

Todos los días un poco.

Poco a poco…


© Felipe Espílez Murciano

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