La sirena varada

Insistió en que la dejasen allí, más tarde la recogerían. Sonrió despidiéndose con la mano, y el coche al arrancar la ocultó tras el humo.

—No existen fronteras –dijo en voz alta, mirando la playa al atardecer de aquel final del verano. No había bañistas, sólo un paseante con pantalón de deporte azul y un gorro del mismo color que caminaba acelerado dejando su rastro en la arena. Al fondo, un carguero se deslizaba por la línea del horizonte.

El sol aún estaba alto. Esperaría para ver los últimos rayos hundirse en el océano. Levantó la cabeza y, despacio, extendió los brazos a modo de alas; respiró profundo. La algarabía de las gaviotas y los ladridos de un perro negro que corría alejándose por la playa le impedían oír las olas. Se encontraba bien, muy bien, hacía tanto…

Tiró de la cinta que le sujetaba el pelo y una mata cobriza le acarició la espalda.

Poco a poco los sonidos intrusos fueron apagándose, y el hombre que caminaba por la arena desapareció tras una duna. Entonces oyó al mar, cercano, que con la marea de la tarde subía.

Estaba acostumbrada a la soledad, la liberaba. Se llevarían una sorpresa cuando volvieran a recogerla y la encontrasen allí, tan contenta de estar sola. Continuó por el paseo hasta la entrada de la plataforma de madera que bajaba sin obstáculos a la orilla; se deslizó sin pensar en el riesgo. Al final del camino, la arena y, a pocos metros… hacía tanto…, pero no quería recordar, ya había aceptado su nueva vida. Cerró los ojos abandonándose al romper de las olas en un ir y venir que la fue sumergiendo en lo mejor por venir. Los últimos rayos la encendían. Se sintió envuelta por los elementos, y sonrió al sentirse parte integrada del paisaje.

No calculó la impaciencia del agua que, al subir, iba arrastrando la arena sobre la plataforma de madera, atascando las ruedas de la silla del caballo de hierro al que estaba encadenada. Intentó una maniobra inútil, que la ancló aún más. El pánico ante la marea creciente le trajo una angustia nueva y paralizante, impidiéndole gritar. Nunca pensó en ese fin.

No consigue recordar el tiempo que transcurrió, pero el sonido del mar le inundó los sentidos y, cada noche, allí donde esté, escucha la mortal llamada que con el pasar del tiempo se dulcifica. También tiene grabado el ruido del motor acercándose y las voces salvadoras de los amigos. Y el recuerdo de que, en ese instante, en la soledad de la playa, rompió a llorar como una sirena varada.


Texto y fotografía © María Cruz Vilar
(La carga de El Bombay)

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