La sombra de Fígaro
Aquel 13 de febrero de 1836, amaneció escarchado.
Y la luz acerada de la mañana, envolvió la silueta de aquel dandi, que, bajo su capa, su chistera y su elegante porte, ocultaba el drama de su vida.
De su mordaz talento, qué lejos de ser su gloria, constataba su heladora realidad:
La España a la que amaba apasionadamente y la amante apasionadamente amada.
Salió del portal de la calle de Santa Clara, perdiéndose en el dédalo de calles que desembocaban en el Madrid literario del XlX.
Sus botines acharolados, le condujeron a su cotidiano peregrinaje:
Carrera de S. Jerónimo, Calle de Carretas, calle del Príncipe y La Montera.
Allí, cruce de impresiones con los amigos, comida en el café Comercial, y por la tarde tertulia en el café del Teatro del Príncipe.
Amores y anhelos de fatídicas respuestas.
El más inteligente de los intelectuales de aquella oscura España, qué Fígaro anhelaba brillante.
Sueños de un escritor educado en un docto Burdeos.
Tan ajena Francia a la realidad provinciana de este Madrid, que tan vehementemente ansiaba libre de su secular atraso.
Pero ya hay una herida fatal e invisible que cercena su corazón y su mente.
Ya va herido de muerte ‘El Pobrecito hablador.»
Desencantado, atrapado en su propia red.
Porque solo el, es la víctima propiciatoria de su amada España.
De su amada: Dolores Armijo.
A la que conquistó y poseyó, es cierto.
Pero que ahora le abandona, tornando a los brazos del marido burlado, que la acepta, a la postre, sumisamente.
¡España! ¡Dolores!
¡Cómo atravesáis mi alma!
Todo me resulta ya pueril, inútil, irremediablemente inútil, en este paseo
¡Último! De mis tertulias, De mis saraos, de mis vivencias de las cuatro estaciones.
Donde la historia supondrá qué he gozado de la vida y la política y las mujeres y los sueños…
Y que solo me ha producido el acervo dolor de ver que todo está estancado, como aguas detenidas.
Cómo detenido está el progreso de este país, que ya no puedo rescatar de su irreparable emponzoñamiento social y político.
¡Ah! la sangría de tanto atraso.
Se ha colmado en este 13 de febrero fatídico.
Fígaro, desanda sus entrañables vericuetos madrileños, tomados por las máscaras de carnaval en esta fecha especial.
La última máscara.
El antifaz, para quien siempre llevó la cara al descubierto y jugó sus cartas sin dobleces.
Pero hoy 13 de febrero, tan helada como siente su médula espinal, camina por última vez por la médula espinal de su ciudad, visceralmente amada.
Transcurre la tarde gélida.
Contempla el cárdeno crepúsculo frente a Palacio.
Deshilvanado, tras la blanca mole, frente a los Jardines del Moro.
Desanda lentamente su camino.
Regresa a su hogar en la calle de Santa Clara.
Había una última esperanza.
Existía una cita postrera con Dolores.
Pero ella, cruel, ha decidido abandonar definitivamente a su amante.
Sin más escrúpulos ni sentimientos.
Precipitadamente ella sube las escaleras, llama al timbre y le exige altivamente, a su antiguo e ilegal amor, un paquete de cartas.
La letra impresa donde desgranaba la vehemencia de su alma, en sus días de pasión.
No quiere nada que la pueda comprometer.
¡Cómo si hubiera algo que escapara a la mirada inquisitiva de la Corte!
Unas últimas palabras de despedida:
Secas, dolientes.
Y vuelve a correr escaleras abajo.
Fígaro, pálido, desmadejado, vuelve lentamente sobre sus pasos, y toma asiento junto al confidente de su alcoba.
Está a punto de concluir, el último acto de esta pasión letal.
Fuera: el frío, la algarabía, las trompetas y confetis, las risas y burlas, los amoríos y desdenes ocultos tras los antifaces.
Dentro: el abandono y la mortal soledad.
La luz ambarina en el alto balcón, titila aún por unos postreros instantes.
Antes de que una detonación sumerja en la orfandad intelectual a la España del último romántico.
A la España de Mariano José de Larra.
Ilustración: Mariano José de Larra pintado por José Gutiérrez de la Vega. Museo del Romanticismo en Madrid