La tabla periódica
Me gusta seguir webs de ciencias, no soy una experta en dichos temas, sólo una simple aficionada con mucha motivación. Cuando encuentro un artículo que me parece interesante, zas, a guardarlo, que algún día quizás me sea útil. Desde que escribo en esta revista he adquirido la costumbre de tener en retaguardia temas para los siguientes meses; mi estructura, un poco estricta, de razonamiento así lo necesita. Normalmente cuando estoy acabando un artículo, ya voy recopilando en plan exhaustivo para el siguiente (junto a lo que quizás ya tenía recogido), muchos archivos de los cuales quizás acaben en la papelera de reciclaje, ya sea porque no es lo que justo ahora busco o necesito, quizás porque el lenguaje usado o el planteamiento sean demasiado técnicos, o tal vez porque sea exageradamente superfluo. A veces ocurre que empecé queriendo destacar un aspecto del tema elegido, y a medida que voy leyendo me arrebata un matiz que lo hace distinto, y hala, otra vez a recopilar información. El tema de este mes es de los que andaban en mi cajón de ideas desde que comencé con la revista, pues el año pasado se conmemoró el 150 aniversario de la publicación de la tabla periódica de elementos químicos y a mí siempre me ha apasionado (incluso, actualmente despistada por algún rincón de mi lugar de trabajo, tengo una alfombrilla de escritorio con ella impresa).
Pertenezco a la última generación que cursó el bachillerato antiguo, aquel que se componía del elemental y del superior; también de las primeras que estudiaron COU en lugar del PREU, de la primera que no tuvo que hacer reválida en sexto y también fuimos los primeros en enfrentarnos a las pruebas de selectividad (totalmente aterrados, como ratoncillos que tienen a la rapaz a poca distancia de ellos, no teníamos ninguna referencia ni podíamos seguir ningún consejo). Entre las diferentes asignaturas que estudiaba sentía un especial y apasionante entusiasmo por las matemáticas y la química. En las matemáticas siempre me sumergí, nadé y hasta buceé como pez en el agua; con la química descubrí la curiosidad que sentía hacia el mundo que me rodeaba. Con las dos, el placer de estudiar, de memorizar, de averiguar, de siempre querer saber más y más, de no quedarme sólo con lo que las profesoras explicaban (hasta llegar a COU siempre fueron mujeres, con alguna pintoresca excepción), por cierto, eran unas entusiastas y magníficas docentes, Paulina en mates y Maite en física/química, que además se convirtieron junto a Lola Hidalgo de historia, geografía y arte, en referentes de mi futura vida adulta.
Y entre esas materias (que tantas alegrías me proporcionaron, me ofrecen y me regalarán) aparecían los elementos químicos, con sus símbolos y valencias, sus masas y pesos atómicos, su formulación para combinarse, todos bien ordenados en la tabla periódica. Y es de ella de lo que quiero escribir en esta ocasión.
Se suele estudiar que se debe a Dmitri Mendeleiev (Rusia, 1834-1907) pero sólo porque fue el primero que la formuló y publicó en su obra Principios de química. Pero como ocurre con cualquier descubrimiento científico, fue la conclusión de investigaciones, hipótesis y descubrimientos de la comunidad científica de aquellos tiempos. De hecho, el mismo Mendeleiev, en 1872, publicó una nueva versión con ocho columnas desdobladas en dos grupos cada una, que al cabo de los años se llamaron familia A y B. Desde entonces se ha ido revisando periódicamente, incluso hasta nuestros días, pero de esto hablaré más adelante.
Pero realmente, ¿qué es la tabla periódica? Es la clasificación de todos los elementos químicos, tanto los que encontramos en la naturaleza como los creados artificialmente y tiene una gran utilidad didáctica en la enseñanza de la química. Simplifica la comprensión de la forma en que los elementos químicos reaccionan entre sí y explica las propiedades que contienen esas reacciones y los enlaces que se generan. También es una disposición de los elementos químicos en forma de tabla, ordenados por su número atómico (número de protones), por su configuración de electrones y sus propiedades químicas. Este ordenamiento muestra tendencias periódicas, así elementos con comportamiento similar se sitúan en la misma columna.
Ciertos elementos eran conocidos desde la antigüedad más remota como el oro, la plata, el cobre, el plomo y el mercurio. Pero el primer descubrimiento científico de un elemento ocurrió en el siglo XVII, cuando el alquimista Brand descubrió el fósforo. En el XVIII se descubrieron más elementos, los más importantes fueron los gases oxígeno, hidrógeno y nitrógeno. También se consolidó en esos años la nueva noción de elemento, con la que Antoine Lavoisier escribió su lista de sustancias simples (33 elementos). A principios del siglo XIX, la aplicación de la pila eléctrica al estudio de fenómenos químicos condujo al descubrimiento de nuevos elementos, como los metales alcalinos y alcalinotérreos, sobre todo gracias a los trabajos de Humphry Davy. En 1830 ya se conocían 55 elementos. Más tarde, a mediados del siglo XIX, con la invención del espectroscopio, se descubrieron aún más, y muchos de ellos se nombraron según el color de sus líneas espectrales características: cesio (del latín caesĭus, azul), talio (de tallo, por su color verde), rubidio (rojo), etc.
Estos hallazgos, así como el estudio de sus propiedades, manifestaron afinidades y parecidos entre algunos elementos, por lo que aumentó el interés de los químicos en clasificarlos de alguna manera. A principios del siglo XIX, John Dalton (1766-1844) desarrolló una concepción nueva del atomismo, a la que llegó gracias a sus estudios meteorológicos y de los gases de la atmósfera. Su principal aportación consistió en la formulación de un atomismo químico que permitía integrar la nueva definición de elemento realizada por Antoine Lavoisier (1743-1794) y las leyes Ponderales de la química (Conservación de la Masa, Proporciones Constantes y Proporciones Múltiples). Estableció como unidad de referencia la masa de un átomo de hidrógeno (aunque se sugirieron otros en esos años) y refirió el resto de los valores a esta unidad, por lo que fue posible crear un sistema de masas atómicas relativas. Dicho modelo no fue cuestionado durante décadas pues hasta la segunda mitad del siglo XIX no aparecieron evidencias de que los átomos fueran divisibles o estuvieran a su vez constituidos por partes más elementales ni podía explicar los resultados de los experimentos de los rayos catódicos, que sugerían que los átomos contenían partículas más pequeñas cargadas eléctricamente.

Los químicos seguían buscando un sistema de clasificación que permitieran esquemas simples.
Döbereiner en 1817 expuso el notable parecido que existía entre las propiedades de ciertos grupos de tres elementos, con una variación progresiva del primero al último (litio/sodio/potasio; calcio/estroncio/bario; azufre/selenio/telurio). Y en 1827 señaló la existencia de otros grupos en los que se daba la misma relación (cloro/bromo/ yodo; azufre/selenio/telurio), las llamadas tríadas. Al clasificarlas, Döbereiner explicaba que el peso atómico promedio de los pesos de los elementos extremos es parecido al del elemento en medio, llamada ley de las Tríadas.
El químico alemán Gmelin trabajó con este sistema, y en 1843 había identificado diez tríadas, tres grupos de cuatro, y un grupo de cinco. Jean-Baptiste Dumas publicó un trabajo en 1857 que describía las relaciones entre los diversos grupos de metales. Fueron capaces de identificar las relaciones entre pequeños grupos de elementos, pero tenían que construir un esquema que los abarcara a todos. En 1857, August Kekulé observó que el carbono está a menudo unido a otros cuatro átomos (llevando posteriormente al concepto de valencia).
En 1862 De Chancourtois, un geólogo francés, publicó una primera forma de tabla periódica que llamó tornillo o hélice telúricos. Fue la primera persona en notar la periodicidad de los elementos. Al disponerlos en espiral sobre un cilindro por orden creciente de peso atómico, De Chancourtois mostró que los elementos con propiedades similares parecían ocurrir a intervalos regulares. Su tabla incluye además algunos iones y compuestos. Pero usó términos geológicos en lugar de químicos y sin diagrama; y no recibió la merecida atención

En 1864 Julius Lothar Meyer publicó una tabla con 44 elementos dispuestos por valencia, en la cual mostraba que los elementos con propiedades similares frecuentemente compartían la misma valencia. Al mismo tiempo, William Odling publicó una relación de 57 elementos ordenados en función de sus pesos atómicos. Existían discontinuidades y vacíos, apreció lo que parecía ser una periodicidad de pesos atómicos entre los elementos y que era coherente con los grupos que formaban.
El químico inglés John Newlands realizó una serie de escritos entre 1863 y 1866, haciendo notar que cuando los elementos se enumeran en orden del peso atómico, las propiedades físicas y químicas similares se repiten a intervalos de ocho, siendo similar a la periodicidad de las octavas de la música (Ley de Octavas de Newlands). Fue ridiculizado por la Chemical Society y por sus contemporáneos porque a partir del calcio no se cumplía la ley. Aun así, elaboró una tabla de los elementos y la utilizó para predecir la existencia de elementos que faltaban (el germanio, por ejemplo). Después de cinco años de la publicación del trabajo de Mendeleiev, la Chemical Society por fin reconoció la importancia de sus hallazgos, concediéndole la medalla Davis (su más alta condecoración).

En 1867, Hinrichs, químico danés, publicó un sistema periódico en espiral sobre la base de los espectros, los pesos atómicos y otras similitudes químicas. Fue considerado como demasiado complicado.
En 1869, Dmitri Mendeleiev comienza a redactar su obra maestra, la Tabla periódica de los elementos. Ese mismo año publicará una de las obras científicas más importantes de todos los tiempos, Principios de química, donde formulaba la mencionada tabla. Mendeleiev,por cierto, no ingresó en la universidad, sino que mediante becas estudió en el Instituto Pedagógico Central de San Petersburgo y pudo viajar a París y a Heidelberg. Investigó junto a Kirchhoff y Bunsen, publicando un artículo sobre La cohesión de algunos líquidos y sobre el papel de la cohesión molecular en las reacciones químicas de los cuerpos. En septiembre de 1860 viajó a Karlsruhe, Alemania, para participar en el Primer Congreso Internacional de Química, y beneficiándose de las ideas del químico italiano Cannizzaro, quién afirmaba que la única medida posible de expresar del peso de un elemento era realizando el sumatorio del peso de sus átomos individuales. Otra gran referencia para Mendeleiev fueron las aportaciones de Frabkland con su teoría de las valencias químicas, según la cual los átomos de cada sustancia elemental tienen una capacidad de saturación determinada, de manera que sólo pueden combinar con un cierto número limitado de los átomos de otros elementos.

Mendeleiev empleó ambos argumentos para el posterior desarrollo de su Tabla periódica.
Ordenó los elementos según su masa atómica, situando en una misma columna los que tuvieran algo en común. Alteró el orden de masas cuando era necesario para ordenarlos según sus propiedades y se atrevió a dejar huecos, intuyendo la existencia de elementos desconocidos hasta ese momento.
En 1875, el químico francés De Boisbaudran anuncia el descubrimiento de un nuevo elemento químico, el galio. La existencia del galio había sido pronosticada en 1871 por Mendeleiev, quien lo llamó eka-aluminio. Cuando en 1886, el químico alemán Winkler descubre el elemento germanio las dudas que quedaban sobre la validez de la Tabla, se disiparon por completo.
En 1902, viajó a París y visitó al matrimonio de los Curie, Marie y Pierre, en su laboratorio. Sin embargo, no le lograron convencer con la teoría de la radiactividad.
La tabla periódica de Mendeleiev, presentaba ciertas irregularidades y problemas. En las décadas posteriores tuvo que integrar los descubrimientos de los gases nobles, las tierras raras y los elementos radioactivos. Otro problema añadido eran las irregularidades que existían para compaginar el criterio de ordenación por peso atómico creciente y la agrupación por familias con propiedades químicas comunes. El físico y químico inglés Moseley fue quien intuyó que el orden de los elementos (en aquel momento el número atómico sólo era el lugar que correspondía a uno de ellos) debía estar relacionado con alguna propiedad de la estructura atómica. Dicha propiedad es el número atómico (Z) o número de cargas positivas del núcleo, como conocemos actualmente.
En 1902, después de aceptar la evidencia de la existencia de los elementos helio y argón, Mendeleiev, incluyó estos gases nobles como Grupo 0 en su clasificación de elementos. La explicación que se acepta actualmente de la ley periódica surgió tras los desarrollos teóricos producidos en el primer tercio del siglo XX, cuando se construyó la teoría de la mecánica cuántica. Gracias a estas investigaciones y a desarrollos posteriores, se acepta que la ordenación de los elementos en el sistema periódico está relacionada con la estructura electrónica de los átomos de los diversos elementos (los electrones en el átomo se distribuyen por capas -K, L, M, N, O, P, y Q- y subcapas -s, p, d, f y g-), a partir de la cual se pueden predecir sus diferentes propiedades químicas.
En 1945 Seaborg, científico estadounidense, sugirió que los actínidos, como los lantánidos, estaban llenando un subnivel f en vez de una cuarta fila en el bloque d, como se pensaba hasta el momento. En 1952, el científico costarricense Gil Chaverri presentó una nueva versión basada en la estructura electrónica de los elementos, la cual permite ubicar las series de lantánidos y actínidos en una secuencia lógica de acuerdo con su número atómico. Aunque se producen de forma natural pequeñas cantidades de algunos elementos transuránicos, todos ellos fueron descubiertos por primera vez en laboratorios y han expandido considerablemente la tabla. Debido a que muchos son altamente inestables y decaen rápidamente, son difíciles de detectar y de establecer sus características cuando se producen. Incluso hay discrepancias en aceptar la autoría del hallazgo y los derechos a denominarlos. A pesar de la relativa lejanía de los años en que fue propuesta, aún hoy día se continúa aprobando (y colocando en ella) la existencia de nuevos elementos; a finales de 2015 se aceptaron cuatro nuevos elementos y en 2016 se les dio un nombre oficial.
Persisten los debates sobre cuál es la mejor manera de representar el sistema periódico y si existe un modo óptimo de hacerlo. Los científicos siguen discutiendo la eficiencia de cada modelo de tabla periódica. Muchos cuestionan incluso que la distribución bidimensional sea la mejor. Argumentan que se basa en una convención y en conveniencia, principalmente por la necesidad de ajustarlas a la página de un libro y otras presentaciones en el plano. El propio Mendeleiev no estaba del todo conforme y consideró la distribución en espiral, pero sin suerte. Durante todo el siglo XX se continuado presentando numerosos modelos de tabla, bidimensionales, tridimensionales e incluso una cuatridimensional (Stowe, 1989), alguna de las cuales ha tenido una cierta popularidad (tabla en espiral de Benfey, 1964).
Tan actual es aún el tema que esta semana pasada he leído un artículo sobre los científicos japoneses que han diseñado una nueva tabla periódica, basada en los protones del núcleo, y no en el comportamiento de los electrones en un átomo. Mientras que la tabla periódica clásica representa a todos los elementos organizados según el orden creciente de sus números atómicos (que representan el total de protones que tiene cada átomo de un elemento), la nueva tabla los organiza según los números mágicos. En física nuclear, los números mágicos representan la cantidad de protones y neutrones que se necesitan para formar un núcleo atómico estable. La han llamado Nucletouch y la han modelado en 3D.
Quiero acabar este artículo enumerando los símbolos y nombres de los elementos más desconocidos de la tabla periódica, todos esos que se han descubierto en los últimos años (o sea, unos cuarenta):
Lr (el nuevo símbolo del lawrencio), Rf (rutherfordio, antes kurchatovio, Barón Ernest Rutherford, por el científico colaborador del modelo atómico y física nuclear), Db (dubnio, en honor del laboratorio de Dubna, en el que se han originado contribuciones importantes a la creación de los elementos transférmicos), Sg (seaborgio, por Seaborg, químico nuclear americano ganador del Nobel), Bh (bohrio, en honor de Niels Bohr), Hs (hassio, del estado alemán de Hess, llamado Hassia en latín, sede del laboratorio GSI), Mt (meitnerio, en honor de Lisa Meitner), Ds (darmstadio, por la ciudad alemana donde fue sintetizado por primera vez), Rg (roentgenio, por el premio Nobel Roentger, descubridor de los rayos X), Cn (copernicio, por Nicolás Copérnico), Nh (nihonium, que es sinónimo de japonés, la nacionalidad de los científicos que lo sintetizaron), Fl (flerovio, por el Laboratorio de Reacciones Nucleares Flerov, físico que descubrió la fisión espontánea del uranio y pionero en la física de los iones pesados), Mc (moscovio, evidentemente por la ciudad de Moscú), Lv (livemorio, en honor al Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, donde fue descubierto en el año 2000), Ts (teneso, por Tennessee, el estado donde se ubica uno de los laboratorios descubridores), Og (oganesón, en honor del físico nuclear Yuri Oganesián). Los nombres de los últimos descubiertos se pueden encontrar escritos con alguna diferencia de grafía, dependiendo de las fuentes consultadas. Todos ellos son tan interesantes y extraños que merecerían un artículo especial. Sí, evidentemente es una amenaza y quizás en un futuro próximo la haga realidad.
Fuentes: Revista Investigación y Ciencia (Jennifer Rampling, Eric R. Scerri), Investigación y Desarrollo (Alberto Vázquez, José Ramón Bertomeu Sánchez), A hombros de gigantes- Ciencia y tecnología (José Manuel Varela Senra), Ciencia on the crest (Enrique Castaños), Wikipedia, Lidefer, National Geographic, Plataforma SINC