Las entretenciones veraniegas
En mi niñez sentía que las vacaciones de verano duraban una eternidad. ¡Ojalá pudiese sentir eso ahora con mis cortas vacaciones de tres semanas!
En ese tiempo comenzaban antes de Navidad y terminaban a mediados de marzo, es decir, todo el verano chileno. Viajaba con mi familia al campo, allí las actividades eran novedosas, variadas y muy entretenidas: cabalgatas matutinas, baños vespertinos en el lago y tertulias nocturnas.
Cuando las condiciones meteorológicas lo permitían, salíamos en la mañana de paseo en nuestros respectivos caballos. Yo cabalgaba en mi mansa mampata castaña, llamada “Perlita” por su pequeña mancha blanca en la frente. Me la regaló mi abuelo Alberto para mi primera Navidad y me acompañó durante toda mi infancia. Al comienzo recorría con mi abuelo las diferentes plantaciones, después de su muerte comencé a salir con mis primos y amigos con quienes descubrí nuevos senderos y hermosos lugares que nunca olvidaré.

Después de almorzar alistábamos nuestros bolsos con toallas y elementos para jugar (pelota, paletas y baldes). Los adultos preparaban en grandes canastos la sabrosa merienda campestre que incluía bebidas, emparedados y masas dulces: pasteles, kuckenes o galletas. Salíamos de la casa cantando las canciones de Nat King Cole que estaban en boga: “Ansiedad”, “Cachito” y “Quizás, quizás, quizás”, entre otras.
Al llegar a orillas del lago Panquipulli nos sumergíamos en sus plácidas y refrescantes aguas. Era un placer nadar y jugar sin riesgos. Salíamos solamente cuando sentíamos hambre por tanto ejercicio realizado…O a regañadientes, obligados cuando los adultos notaban las yemas de nuestros dedos deshidratadas o los labios de color morado. Aprovechábamos de jugar y saborear los deliciosos alimentos preparados con tanto amor.
Volvíamos a casa al atardecer para bañarnos y prepararnos para la cena. Esa era la reunión familiar con más restricciones; tenía que preocuparme por mi conducta en la mesa: comer con la boca cerrada, manejar adecuadamente los cubiertos, sentarme erguida, no hablar con comida en la boca, no apoyar los codos en la mesa y tantas otras normas presentes en el anual de Carreño.
Mis favoritas eran las tertulias después de la cena, sentados en el porche escuchábamos los relatos que contaban los adultos y teníamos la oportunidad de narrar nuestras propias anécdotas. Pasábamos muchas horas riéndonos por los chascarros o deleitándonos con algunas historias sobre robos insólitos nunca resueltos, asombrosas experiencias de vida después de la muerte, relatos sobre apariciones y casas embrujadas, entre otras.
Gozábamos con los chistes que contaba una tía. Tenía mucha gracia y rapidez para ofrecernos un amplio repertorio de chistes de loros, sacerdotes, borrachos, tartamudos. Muchas veces no entendíamos el chiste, pero nos reíamos para no pasar por ingenuos.
Pero lo más entretenido era cuando se formaban equipos de adultos y de niños, para jugar a las adivinanzas con acertijos o mímicas, competencias de canto, baile o disfraces que contemplaban un premio para el equipo ganador. Como yo era muy entusiasta y no le tenía miedo al ridículo generalmente mi equipo ganaba.
Mientras los adultos realizaban las labores domésticas o cuando el mal tiempo nos impedía salir de la casa solíamos jugar los clásicos juegos de mesa: metrópolis, ludo, damas, lotería o naipes.
No me gustaban los juegos de niñas que nos preparaban para la vida adulta e incentivaban nuestro instinto maternal como una muñeca u osito de peluche a los que paseábamos en coche, arrullábamos y cuidábamos para que no pasasen hambre ni frío. No faltaban la cocina con ollas, los juegos de té, mamaderas, tablas con plancha, escobas y cunitas.
Anhelando realizar otras actividades más productivas confeccioné “palillos” (agujas para tejer) con fósforos o cerillas y con cáñamo o pitilla aprendí lo esencial: urdir, tejer los puntos básicos y cerrar el tejido. Intentaba tejer pequeñas bufandas, pero los débiles e improvisados palillos se rompían con facilidad y perdía todo el trabajo realizado. Gracias a mi obstinación por saber tejer me regalaron mi primer par de palillos gruesos y con ellos le pude tejer una bufanda a mi papá para su cumpleaños, no sin antes haber practicado comenzando unas bufandas de 50 puntos que terminaban en tres o cuatro pues se iban perdiendo por el camino. Me demoré muchos meses en terminar la de mi papá porque mi mamá me exigía perfección y me deshacía lo tejido cuando algo quedaba mal: un punto suelto o muy apretado. Tengo que reconocer que quedó muy bonita y mi papá la usó durante muchos años. Por esta razón tejí muchas otras como regalo de cumpleaños a mi mamá y a mi abuelita Margarita.
Estas vivencias que atesoro en mi corazón me inspiraron a plasmar el recuerdo de mis inicios en el tejido en la siguiente pintura “Las vacaciones de las tres hermanas”

Óleo sobre tela, 80 x 60, 2022
Algunas mañanas nos sentábamos en el porche de la casa. Ahí estábamos protegidas del sol y conectadas con la maravillosa naturaleza que nos rodeaba: coloridos árboles y cerros, relajantes trinos y cacareos, la fragancia de las flores y los frutales. Esta atmósfera relajante nos invitaba a tejer mientras planeábamos nuestro lejano futuro.
¡Qué no daría por volver a esos tiempos plácidos, sin problemas ni preocupaciones, bajo el amparo y el cuidado amoroso de nuestros padres!
Texto e imágenes © Cecilia Byrne