Luna llena

Aquella noche habría luna llena, ocurriría lo que llevaba pasando desde antes de que terminara el invierno. Nur, el viejo pastor lo venía observando desde el principio. De la montaña del Norte, cada noche de luna llena bajaba ese extraño ser, hasta la desolada morrena, único recuerdo que quedaba de un extinto glaciar. Aquel imponente lugar se había visto convertida en agreste valle. Y hasta allí llegaba cada veintiocho días el extraño ser de apariencia joven, de cabellos largos y plateados, de miembros cortos pero fornidos. Siempre, invierno y verano, cubría su cuerpo con pieles de chacales, los pies iban protegidos por unas sandalias hechas de rastrojos trenzados unidos entre sí y atados a la pierna.

Nur sentía su llegada, algo ocurría en el entorno, los chacales enmudecían. Algo extraño ocurría, las noches de luna llena solían ser las más claras y por tanto las mejores noches para la caza, sin embargo, aquellas noches no se movía ni el aire. Desde la cueva que dominaba la montaña del Norte y la morrena, el viejo pastor mantenía el fuego vivo cerca de la majada, observando a cada instante lo que allí pasaba mientras comía un trozo de carne seca y queso. Cuando terminara la cena bajaría hasta las proximidades del lugar donde se colocaba aquel extraño ser de gran capacidad craneal y cabellos de plata, y una vez más le observaría atentamente, sin perder detalle.

El rito era muy simple; cuando este ser llegado de la montaña del Norte, donde las columnas de basalto configuraban la afilada silueta de la imponente montaña, llegaba hasta la base de la morrena, se sentaba, clavaba la vara de fresno que le acompañaba, sacaba frutos secos de su morral y una piedra oscura y plana con la que iba rompiendo las cáscaras de los frutos que comía lentamente. Cuando acababa esta tarea, guardaba las cáscaras en el zurrón, limpiaba la piedra en la que las había roto y, lentamente, con marcada parsimonia comenzaba a pasar la piedra oscura que llevaba con él, a lo largo de una columna basáltica que apenas afloraba un palmo de la tierra. Parecía que tenía la intención de pulir, de bruñir una de las dos, quizá las dos piedras. Así pasaba horas, hasta que la oscuridad y la luz se confundían y se hacían una. Ese era el momento en el que sin más demora guardaba la piedra plana, se ponía en pie y con igual lentitud, tal y como había llegado hasta allí, tomaba el camino de vuelta hasta que desaparecía a los ojos del viejo pastor.

Entonces, cuando no existían testigos de su presencia, una pareja de azores comenzaba a revolotear sobre la zona, luego se posaban sobre la piedra que había sido pulida toda la noche, seguidamente volvían al cielo y desaparecían. Parecían ser los notarios de lo que ese ser de cabellos plateados había hecho durante la noche. El paisaje era igual de agreste que el día anterior, pero Nur se acercó hasta la piedra y pudo comprobar que era de un gris más oscuro, algo había cambiado en ella, al fin se dio cuenta, aquella columna era más esbelta, había crecido, tal vez aquel ser había logrado sacar parte de la columna, algo más destacó en su inspección, esa piedra, aparentemente normal, ahora con un tamaño similar al lomo de una de sus ovejas, hasta aquel momento no se había percatado de su crecimiento, además parecía estar húmeda. La constancia de aquel ser parecía tener consecuencias, aun no sabía cuáles serían éstas, pero algo apenas perceptible estaba cambiando en ese desolado terreno donde solo había serpientes. Ahora Nur se hacía una extraña pregunta: ¿Las piedras lloran? Aquella piedra, ahora grisácea, parecía estar húmeda, el resto de piedras que la rodeaban estaban completamente secas, ¿por qué?, ¿acaso algunas piedras sienten?

No pudo reprimir la tentación, tras varios minutos observando esa rareza, puso la mano sobre ella e inmediatamente la quitó, la frotó contra su otra mano y la pasó por su ajada cara; efectivamente la piedra lloraba, sentía, era un ser vivo…

Nur volvió a su cueva contento y emocionado por el descubrimiento, abrió el redil y estuvo pastoreando toda la jornada sin quitarse de la cabeza un solo instante aquel hecho insólito: la piedra había crecido y estaba húmeda. No podía ir a Skifi, el cercano pueblo y explicar lo que había visto y sentido, toda la comarca pasaba años de sequía, la sola idea de que hubiera una remota posibilidad de encontrar agua movilizaría a los pocos vecinos que aún quedaban en la zona y comenzarían a abrir pozos sin tino para encontrar la ansiada agua. Nur tenía el serio presentimiento de que allí, en la profundidad de ese terreno que siglos atrás fue un glaciar, no existía agua. Tuvo la sensatez de esperar. Cada día, antes de sacar al rebaño, se acercaba a la piedra y ésta seguía húmeda, en cambio la tierra que la rodeaba estaba tan seca y yerma como hacía décadas. Nur vivía en el monte Wafi, porque era el único sitio donde la humedad en forma de rocío hacía posible que creciera el pasto suficiente para alimentar a su cada año más escaso rebaño.

Llegó la siguiente luna llena y ahí estaba atento Nur, observando el conciso rito. Llegó el ser de cabellos plateados, se sentó, comió frutos secos, guardó las cáscaras y comenzó a pulir una vez más, con marcada lentitud, la pequeña columna grisácea de basalto, cuando el alba mostró su lustre y las estrellas se ocultaban de la vista de todos, se levantó, sujetó la vara y marchó por el mismo estrecho sendero por el que había venido la noche anterior, minutos después aparecieron las aves, comprendió lo que decían los azores, parecían estar contentos. Nur no sabía de otras formas de comunicación, pero de tanto amasar soledad había comenzado a entender los distintos sentimientos y emociones que otros seres vivos emitían.

Esta vez los azores estuvieron más tiempo sobre la piedra basáltica sin dejar de picotearla, ¿se habría ablandado la piedra? Cuando izaron el vuelo, el viejo se acercó hasta la pequeña columna, contempló su nuevo crecimiento, luego por unos instantes, observó impasible como las lágrimas de la piedra eran mayores, tanto que estaban humedeciendo el seco terreno circundante. Sin pensárselo un instante tomó el sendero que momentos antes había recorrido el extraño ser, agilizó su paso cuanto pudo, pero le fue imposible darle alcance. En la primera curva del camino desaparecía su rastro, el suelo no mantenía las huellas de ese su característico calzado hecho con rastrojos trenzados, sin embargo, pudo observar cómo algunas briznas de esos rastrojos que usaba para protegerse los pies estaban sobre la piedra en los lindes del sendero. Quiso subir, pero no pudo hacerlo, él que estaba acostumbrado a moverse por el monte todo el día, no podía subir por piedras tan escarpadas. Esperó por ver si en algún momento podría divisar al ser de cabellos plateados. Solo pudo ver que sobre esa ancha piedra en forma de pared rocosa había unas colosales colunas de basalto, estaba seguro de que por entre ella se había escondido. Al rato, volvió la lógica a su persona y fue con premura en busca del rebaño, debía sacar a las ovejas a pastar. Tras la vuelta al pastoreo se recriminó el ser un viejo chocho con más achaques de los que podía contar, quizá un enajenado, tanto tiempo solo, en el monte, le había pasado factura y estaba seguro de que veía visiones y confundía sus deseos con la realidad.

Cuando, al caer la tarde, guardó al rebaño se pasó nuevamente por delante de la piedra y comprendió que no estaba loco, esa piedra, ahora de un gris más oscuro, tenía una longitud similar al lomo de un caballo, seguía viva, de ella manaba un pequeño y continuo reguero de agua, la tocó, luego bebió. Sí, era un agua fresca, limpia, sana…

Estaba volviéndose loco, se marchó a la cueva, cenó y durmió muy tenso. Nada le cuadraba. A la mañana siguiente lo primero que hizo fue sacar al rebaño a pastar, una de ellas, Ranka, la más vieja de todas las ovejas, fue bajando con premura por la ladera del monte hasta llegar a la piedra gris, entonces, tras un balido largo y sincero, hizo saber al resto del rebaño lo que había encontrado. El agua que manaba de la columna pétrea había formado un estrecho reguero, algo mucho más pequeño que un arroyo, pero el agua, siguiendo la gravedad, bajaba lentamente a lo largo de la morrena. Ordenadamente todo el rebaño pudo beber. Nur, no salía de su asombro, miró a la montaña del Norte y sus grandes agujas de basalto y recordó una vieja historia que su abuelo le contaba de pequeño:

Las columnas de basalto albergaban a los enanos de las rocas, estos eran los encargados de construir bajo las montañas aquello que pudieran necesitar otros seres del entorno, como: nidos para águilas, riscos escarpados para cabras…

A lo lejos, en lo alto de la montaña del Norte le pareció ver la silueta de aquel ser distinto. Intuyó que le estaba llamando. Se armó de valor y quiso intentarlo de nuevo, tomó el sendero con el rebaño y llegó hasta donde había perdido el día anterior el rastro del ser de los cabellos plateados. Ahora aquel lugar era distinto, sobre la escarpada piedra había una vara de fresno, unos frutos secos y la piedra que ese ser magnífico empleaba en las noches de luna llena para pulir la piedra que lloraba.

Tiró su cayado, recogió la vara de fresno, la piedra oscura y los frutos. Siguió el sendero alertado por un sonido que le era familiar. Sí, el agua murmuraba, subió por entre las piedras hasta llegar a la base de las columnas de basalto, fue cuando pudo apreciar que desde los espacios de las últimas gigantescas columnas salían pequeños regueros de agua que se dirigían a la vertiente septentrional de la montaña, allí, en el hondo valle había árboles y plantas: nogales, girasoles…, era una tierra fértil, aunque de muy difícil acceso. Tras quedarse atónito por aquel grandioso espectáculo, lanzó una sonora carcajada, bajó como pudo de su atalaya sin perder un segundo y con el rebaño marchó a la zona de pasto cotidiana. Guardó los frutos, examinó la piedra que no parecía tener característica alguna que la hiciera diferente a otra piedra, pero la guardó junto a los frutos, encerró al rebaño y meditó mientras masticaba carne seca y queso.

Aquella noche durmió intranquilo, febril, nervioso… Cuando amaneció bajó hasta la piedra que sabía llorar, río de alegría al contemplar que un arroyo corría a lo largo de la morrena, camino al pueblo. Supo que en pocos días los vecinos tendrían agua, pero él no debía decir nada, solo clavar la vara de fresno en profundidad e ir dejando las semillas. Estaba seguro de que, en pocos años, en ese pedregal, habría avellanos, almendros, ciruelos, nogales. La rivera de la morrena sería un frondoso campo con mucha vegetación, regada por las aguas procedentes de una piedra que sabía llorar y de alguien que supo pulir la piedra y supo sacar de su interior todo lo bueno que pudiera dar a su entorno.

A partir de entonces, cada noche de luna llena Nur bajaba a la orilla de aquel pequeño río y durante todo la noche pulía y bruñía la piedra gris, con el único fin de que no se le olvidara que debería seguir favoreciendo a la tierra, fertilizando los campos y dando todo lo que le fuera posible para que los vecinos de aquella comarca pudieran vivir alejados de la hambruna.

La hambruna, según pudo escuchar a los azores decir: es causa de destierro o engendra la muerte de los seres vivos, la migración saca lo peor del resto de los humanos y gesta el desamparo, el odio, la indignidad y hace huir el respeto de una sociedad.

Desde aquel momento el viejo pastor se ocupó cada noche de luna llena de pulimentar esa piedra que, aunque dejó de crecer, seguía permitiendo aflorar por sus poros un agua limpia y fresca, la suficiente como para que los habitantes olvidaran la sequía y volvieran a sembrar los campos de cultivo y desarrollar la ganadería.

Nur, a los pocos años murió, pero los vecinos de la comarca saben que cada noche de luna llena, alguien llega hasta la columna de basalto que riega los campos de la zona y desde muy lejos se escucha como alguien la pule hasta que llega el amanecer.

Nadie sabe quién es, pero todos sospechan que el viejo pastor sigue siendo el encargado de llevar a cabo esa importante tarea.


 © Texto: Emilio Meseguer Enderiz
© Imagen de Samer Daboul en pexels                      

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