Más allá del sueño
La memoria le había fallado ya un par de veces. Pero nunca había pensado que le repitiera en tan importante momento. Recibió la llamada el sábado 2 de octubre, en medio de un delirio por la composición de un soneto. Estaba sentado en el sofá, con los pies cruzados, absorto en la nada. El teléfono lo sacó del quehacer, salvándolo más de un laberinto que de lo que usualmente experimentaba cuando escribía. Para ese momento, ya le dificultaba concentrarse.
Al otro lado del teléfono una voz femenina le había estimulado de manera inusual los sentidos, como la brisa que no se espera. Ante tal desafío, su respuesta mecánica le pareció paupérrima; no tenía más armas. Le notificó el premio, la invitación, un mamotreto de datos sin sentido con afanes de esclarecer la dirección, la hora y la fecha del evento. En su libreta de escritura ralló con esfuerzo pero sin éxito unos trazos que simulaban ser palabras y la voz de la muchacha dejaba ya de ser el centro de su atención, porque ya se sentía disgustado consigo mismo. Después de unas maniobras infructuosas, clausuró la llamada.
Se había habituado a escribir todo. Tomaba nota de cuanta diligencia tuviera para adelantar. Razones, comentarios, fechas importantes, páginas de libros… Tomar el esfero y escribir en la libreta se había vuelto para él una sensación de tranquilidad. Era tal vez la única forma de enfrentar con cierta certidumbre lo que se presentaba ante él.
Esa noche antes de acostarse repasó muy bien la información. En su cuarto había improvisado sobre la pared una especie de tablero, con pequeños trozos de papel con todos los detalles. La situación empeoraba. Así fue como llegó a relacionar de manera inexacta las horas de una cita médica con la cita con su editor. En otra ocasión, una invitación a una cena había terminado en una funeraria. A pesar de ello, había optado por no darle mucha importancia al asunto.
Contaba con dos días para trabajar en sus proyectos literarios, para después concentrarse en la preparación del discurso del evento. Se fue adormir aquella noche con todos los datos en su lugar. Esa seguridad, no obstante, poco le duró porque empezó a sentir temor. Él notaba que después de cada noche, justo al amanecer, sentía como si le hubiesen removido un trozo de su cerebro. No entendía. El doctor le explicaba una y otra vez. Lo llamaba para explicarle las novedades, pero ya no se sabía si era el mismo doctor o alguna persona que había llamado y que le había tomado el pelo. Cada mañana ya le resultaba difícil reconocer algunas cosas. Iba a la pared con los papelitos pegados, y las palabras le resultaban ajenas a lo que podía relacionar. ¿Qué echaría de menos esta vez?
A la mañana siguiente llegó María. Ese nombre tal vez resultaba arbitrario. Pero tenía que rotularla. ¿Cómo hacer para distinguirla del hombre que vendría luego? En caso de tener que tomar notas –lo cual era lo más probable- la única manera sería identificarlos por letras, pero le parecía tristemente lacónico. Le trajo el desayuno temprano en la mañana y a ella le extrañaba que le hiciera un gesto de extrañeza por su llegada. A pesar de ello, la señora le dejó el desayuno sobre una mesa cerca a la entrada. Ella no comprendía lo que sucedía – ¿o sería él el que no entendía?-
Se levantó y por un momento no identificaba el amasijo que formaban los trozos de papel en la pared. Una fuerte jaqueca lo golpeó al dar los primeros pasos y cuando alzó la mirada de nuevo se le iluminó el pensamiento con un vago recuerdo. Se detuvo por un momento ante el muro con parches de colores. Se puso sus gafas, las palabras que leía escapaban a cualquier idea que pudiera tejer. Intentaba asirse a algo intangible que no lograba definir, que escapaba a toda posibilidad de ser conceptualizado.

El cuarto lleno de un color blanco acentuaba la falta de sentido del espacio. Encontró en la silla su libreta de notas, una bandeja cromada con trozos de algodón y una jeringa. “Doctor Mejía” … “Ceremonia de premios”… “4 de octubre”… se volvía hacia la pared ante su incapacidad de retener los datos.
Cuando se sintió vencido por la fatiga se dirigió hacia la mesa. Se sentó y a medida que desayunaba miraba desde aquella perspectiva su pálida cama, la nota que colgaba dentro de una bolsa de plástico transparente, justo arriba de la cabecera. Poco le decían ahora las cosas. Antes podía evocar de ellas.
No había probado su otra arma. Pero cómo recordarla si ya no tenía nada que le diese tan solo el indicio de su existencia. Terminó masticando mecánicamente, con cierta impaciencia.
Abandonó la mesa y al aproximarse a la cama estalló en ira. Sacudió el colchón, abrió los cajones de la mesa de noche, que también carecía de colores. Y en este último esfuerzo salieron expulsadas un par de fotografías, las fotografías.
Un rayo de lucidez le atravesó la confusión del pensamiento, un escritorio repleto de libros, con sus poemas, sus cuentos escritos, listos para publicar. Era la foto del cuarto donde solía trabajar –¿o donde suele trabajar? En la otra foto, la fuente de su ultimo soneto, la rubia Sara, la mujer del restaurante que había estado buscando por varios días. Se desconectó de las fotos para que el color que hubiese en ellas se vertiera sobre el lugar que ocupaba. Pero su esfuerzo fue en vano. El mismo tono cálido que invadía las cosas seguía presente en el allá, en el ahora. Miró la libreta, único objeto que aún perduraba de las fotos en su inmediata realidad.
Antes de que se precipitara hacia ella, la puerta se abrió. Era María. Su vestido también parco en color lo desanimó. Era como una premonición. En el momento en que la mujer quedó suspendida en la puerta, él esperó en ese silencio que le informara del premio. Que le recordara cómo tenía que ir vestido, que le diera instrucciones de cuándo podía escribir las palabras que pronunciaría ante el jurado. La mujer permaneció callada, abrió completamente la puerta y al entrar la secundo un hombre de traje igualmente escaso de color –tal vez ya sin color. Mientras la mujer se acercaba más a él, barriendo con su mirada los pormenores del cuarto, su gesto de gravedad lo reemplazaba otro de amabilidad, a veces, solapando los límites de la conmiseración. El hombre de bata larga fue más conciso en sus movimientos y sin preámbulos llegó a la cama, justo al lado de la señora.
No entendía los gestos de los dos. Le hicieron recostar en la cama. El hombre alto se dobló hasta llegar a sus ojos. Con una pequeña linterna lo auscultó, haciendo abrir el ojo completamente. El gesto del hombre de la bata, al cerrar un ojo y observar cuidadosamente por el otro lo atemorizaba. La mirada de aquel individuo era profunda, como si lo estuviera viendo a él, pero no su corporeidad inmediata, sino algo que estaba ahí mismo pero en un lugar inaccesible a una mirada corriente.
Al cabo de unos minutos se incorporó y le murmuró algo a la mujer. Las palabras le escapaban a cualquier posibilidad de ser articuladas, se pulverizaban. Entonces la mujer tomó la jeringa contigua a la bandeja cromada y la aproximó sin tardar. En la cama, el desespero lo invadió y ese mismo impulso le permitió emitir un ruido incomprensible. La mujer le reconfortaba, le decía que tranquilo, que descansara.
© Cruz Medina
Fotografía: Noah-Finn