Me declaro inteligente
Hoy paseo por un entorno natural de belleza incontestable. Y yo, ansioso por ser el primero en captar la instantánea y compartirla en redes sociales, arrojó a mis pies la colilla del rubio que acabo de fumarme para no perder un instante. Pisoteo el filtro con gesto mecánico y repetitivo, como si bailase un twist, sin reparar en el daño que causo al robledal milenario que me rodea.
Hoy instalo mi puesto de artesanía en el recóndito pueblo andino de Chivay, a tres mil seiscientos treinta y cinco metros sobre el nivel del mar. Y yo, ansioso porque mi primer cliente del día desea pagarme con un billete de cien soles y no dispongo de cambio, le pido prestadas algunas monedas al tendero que brasea anticuchos de ternera a mi izquierda. El anciano indígena ni siquiera duda. Abre el monederito que cuelga de su fajín y me entrega lo que buenamente puede. Al concluir la jornada, el viejito me reclama con pudor los ocho solesitos que me prestó, pero yo, que creo haber saldado hace horas mi deuda con él, me niego a meter la mano en el bolsillo y le tacho además de estafador delante de sus vecinos.
Hoy paseo mi aburrimiento por las calles del pueblo que me vio nacer, reprochándome en silencio no haber aceptado aquel trabajo en la gran ciudad, convenciéndome de que no soy tan cobarde como pueda parecer. Y yo, ansioso por demostrarle al mundo que soy ingenioso y audaz, que no me dominan los complejos y que merezco un escaño entre los más grandes, cometo la necedad de mofarme del viejo Tino, un campesino con dismetría en las piernas que vive a dos cuadras de mi casa. Emulo su cojera delante mis amigotes, que me observan entre atónitos y divertidos.
Este escrito no pretende aleccionar. Se limita a describir hechos.
Mañana otro caminante quedará sobrecogido por la belleza del robledal que yo recorrí ayer y se detendrá a admirar las vistas. Reparará en que hay una colilla aplastada a sus pies y arrojará también la suya, pensando que no importará un poco de suciedad más.
Mañana otro artesano extranjero llegará al pueblecito peruano de Chivay para vender su artesanía, pero los mercaderes locales sentirán un regusto amargo en su corazón al evocar al forastero que tachó de estafador al bueno de Tupac y estarán recelosos de hacerle un hueco en la plaza de Armas.
Mañana cualquier fanfarrón del pueblo se topará de bruces con el bueno del Tino e imitará la mofa de mal gusto que yo parodié hace días contra él, acabando de un plumazo con la única neurona que aun quedaba con vida en su cerebro sin desasnar.
Este escrito no pretende aleccionar. Se limita a describir hechos. Este texto no es un mitin ni una disertación. Es ciencia. La tercera ley de Newton: acción-reacción.
Y si no, figúrate. Hoy, sin ir más lejos,alardeo de no haber utilizado una sola mascarilla desde que comenzara la pandemia de Covid-19 y me vanaglorio de haberme sometido voluntariamente a una PCR en una clínica privada. Exhibo orgulloso el resultado negativo de la prueba y lo comparto con cientos de followers en redes sociales, ávido por demostrar al mundo que soy más listo que el diablo y que aventajo en astucia a la mismísima ciencia. Que el virus no es letal vamos, sino una pantomima.
Mañana, grupos de personas se habrán hecho eco de mi bravata y creerán haber hallado en mi a un claro exponente de lucidez y clarividencia científica. Al gurú y maestro del que hablaban los Rollos de Qumrán. Y acudirán en masa, quien sabe si tosiendo o escupiendo, a gargajo vivo, salivando o expectorando, a la plaza de Colón en Madrid, a Hyde Park o a la Puerta de Brandenburgo para exigir que les sea revelada toda la verdad y nada más que la verdad. Aunque sus salivazos le cuesten la vida a la anciana del quinto o al tendero de la esquina.
O a tu abuela si me apuras.
Texto © José María Atienza Borge
Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay