Melilla
Melilla es una ciudad que guarda muchos secretos, recuerdo una mañana que después de desayunar en un café del centro entré en una tienda típica de regalos, no sé como el dueño entabló conmigo conversación y me invitó a la trastienda, se transformó en un viejo blanco y fuerte del siglo XIX que sentía a África como algo propio y así hacer suyo lo que quisiera. Rebosaba de armarios, de cajas, de baúles donde guardaba toda variedad de objetos, desde adornos y armas de los Tuareg a penachos de colores, ídolos bosquimanos, máscaras de tribus de las zonas más remotas, tenía un armario que no abrió, decía que dedicado a Egipto, me imaginé que reunía vasos canopes llenos de maldiciones antiguas. Hablaba con satisfacción, contaba sus tardes en el desierto escuchando las dunas y sus caminatas por selvas recónditas habitadas por gentes alejadas de la contaminación blanca, parecía la reencarnación de un explorador de tiempos lejanos, románticos y crueles. Le compré un collar del rito matrimonial de los tuareg que tenía en el centro una cápsula con filigranas plateadas para guardar un juramento, un pequeño colgante hotentote de la Cruz del Sur que según decía daba suerte, y me regaló un amuleto que procedía de Tombuctú,que al parecer protegía a los viajeros y una bolsita llena de dientes de tiburón de las costas de El Cabo.
Salí de allí aturdido, todo parecía irreal, paseé por el mercadillo del Rastro, los olores a especias, a ropas en el suelo, a té de yerbabuena… el griterío de los niños me devolvió a la realidad. Nunca volví a esa tienda, ahora me arrepiento.

Texto e imágenes © Emilio Poussa