Memento mori
Media hora antes del incidente, el señor Martínez tuvo la leve sospecha de que había olvidado algo importante. Esos lapsos eran cada vez más frecuentes a medida que envejecía, pero, como siempre solía sucederle, no les daba importancia a los asuntos hasta que se volvían irremediables.
Creyó recordar que había tomado una pastilla. Se quedó viendo la entrepierna: nada, ninguna reacción. Además, estaba completamente solo. Enarcó las cejas. Por lo menos ya tenía una pastilla que podía descartar.
Estuvo meditando un buen rato, escudriñando en su mente, hasta que se quedó dormido en su sillón favorito.
La señora de la limpieza encontró el cuerpo al día siguiente. Con voz temblorosa hizo un par de llamadas. La primera a su mejor amiga que hacía un mes había cruzado la frontera del norte. No era cuestión de desaprovechar la oportunidad de hacer gratis una llamada de larga distancia. La segunda fue al número de emergencias.
Los médicos hicieron lo posible; sin embargo, lo declararon clínicamente muerto a las nueve de la mañana.
El señor Martínez estuvo consciente todo ese tiempo. Aunque, como dato curioso, no sentía dolor ni aflicción. Simplemente no sentía nada. La situación se había convertido en una paradoja de su existencia: cuando estaba vivo, se sentía muerto por dentro, y ahora, en cambio, que estaba muerto, se sentía vivo en su interior.
Pasó el resto del día y la noche entera en la morgue. Era un lugar muy frío y tétrico, y los cadáveres de al lado hacían mucho ruido cuando los forenses no estaban presentes. O quizás era una suposición suya. En tales circunstancias, cualquier ruido en la oscuridad puede ser malinterpretado. Seguramente, lo que a él le parecían los desagradables sonidos de una grotesca escena de sexo post mortem no eran más que los ruidos de los gases al escapar por todos los orificios de los cadáveres.
Esa noche tuvo suerte. El forense de turno finalmente había conseguido ligar con una enfermera. Se sentía todo un casanova, ya que no había tenido que darle más que un ramo de flores y una docena de dosis de morfina para que cediera ante sus encantos. Lo último que deseaba era pasarse la noche practicando autopsias. Le echó una mirada al señor Martínez y anotó como causa de muerte un infarto.
A la mañana siguiente trasladaron al señor Martínez a un lugar más cómodo, acolchonado y cálido. Era un féretro. Agradeció en su fuero interno no haber sido cremado. No podía ni imaginar cómo se hubiera sentido dentro de un horno. Tal vez su consciencia no hubiera resistido y ahora sus pensamientos estarían dispersos entre las cenizas. Pero era mejor no saberlo a ciencia cierta.
Oyó el bullicio de la gente que entraba y salía de la estancia donde lo habían dejado para ser exhibido como un fenómeno de la naturaleza. Aunque, de cierto modo, se sentía agradable ser el centro de atención al menos por un día. Hasta sus dos nietos, los que siempre hacían una mueca de disgusto cuando tenían que darle un abrazo, le abrieron los ojos para tomarse una selfie junto a él. El señor Martínez trató de sonreír por costumbre, pero sus músculos faciales no respondieron.
De ahí en adelante, vio desfilar frente a él a sus familiares más cercanos, a los pocos amigos que aún estaban vivos, a gente desconocida y a algunas personas a las que no recordaba, pero que por la consternación que evidenciaban sus semblantes debieron tenerle algo de cariño o haberle prestado alguna considerable cantidad de dinero. Para su sorpresa, Sofía, su exesposa, con la que había vivido treinta y dos años, no mostraba signos de tristeza en su rostro. En cambio, Dolores, su antigua secretaria, con la cual había mantenido un romance de apenas tres meses hacía un par de décadas, parecía estar padeciendo un terrible tormento.
Su nuera se escandalizó al verlo con los ojos abiertos y se los cerró de inmediato, dando fin a la claridad. Aunque fue un desenlace casi poético que la última imagen que registraran sus pupilas resultara ser un gran y pronunciado escote.
Lo enterraron al día siguiente. Se perdió el drama y las palabras del último adiós. «Así que esto es todo», se dijo, mientras esperaba una luz divina o una entidad sobrenatural que llegara a recogerlo.
O en todo caso, el espectro de algún antepasado, como solía imaginar desde que era niño.
Pero nadie llegó. Se estaba impacientando, presa del aburrimiento, cuando comenzó a recordar. Lo primero que se le vino a la mente fueron las palabras del doctor: «el nuevo medicamento tiene algunos efectos secundarios y, en casos extremos, puede originar un episodio cataléptico, así que sería mejor que se lo advirtiera a un familiar cercano…»
El señor Martínez no le había preguntado qué significaba eso, pero ahora sabía a lo que se refería. Se sintió compungido. Unos servicios fúnebres tan bonitos y él ni siquiera estaba muerto. Una verdadera lástima. Aunque, claro, se reconfortó, en unas horas sería un auténtico fiambre. Cerró los ojos, un poco más tranquilo. Nada le molestaba más que decepcionar a la gente.
© Kalton Bruhl
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