Menadering
Encendí el cigarro. Me puse de pie y caminé hacia la ventana. Dejé que la gravedad llevara mi rostro hacia el vidrio, caí sobre él tenuemente y permití que entrara sin credenciales el frío reposado en el cristal. Las luces externas del motel aún destellaban en las vísperas del amanecer. Podía escapar a casa, y todo sería ya normal, claro, aquí nada sucedía. Pero, en vez de ella, quise sentarme en frente de aquella ventana y terminarme el cigarro. Era un Piel Roja, de los cuales pocos se consiguen ahora. Sociedades en decadencia, digo. Rompí el horizonte opaco de la ventana, abriéndola parcialmente. Me dejé llevar hasta las faldas de la cordillera próxima, a distancia. Tal vez unos seis o siete kilómetros al occidente, alcancé a olfatear algo sobre las plantas de café, a internarme de lleno y de una vez por todas en el platanal. Volé hasta la montaña y en la cumbre giré sobre mí mismo, ganando una envidiable perspectiva de la sabana. Divisé desde allí los tejados que empezaban a reflejar los matutinos rayos de sol, entre ellos el tejado del motel.
Un traquido de la cama disolvió la ensoñación, y con el regreso brusco al cuarto sentí también el regreso del sabor dulce del Piel Roja. Karen se movía en la cama al ritmo de una parsimoniosa aventura que negaba morir. Al girar sobre su cuerpo, en su mismo eje, descubrió sus bellas piernas. Todo volvería a la normalidad, claro que sí. Solo era abrir la puerta, ya ni importaba cómo. Simplemente la abriría, y saldría no sin antes dejarle encima de la mesita de noche los billetes. Me puse en pie, pero no quise obedecer. Me senté de nuevo, pero esta vez evadí el paisaje que ya dejaba atrás el manto de la madrugada. Giré la silla en torno para encontrarme con la sábana blanca entrecruzada por sobre las piernas de Karen. Su piel quemada de trópico, adquiría un canela ensoñador. La sábana, dispuesta por el azar de esa manera, dejaba al descubierto sus piernas hasta la parte superior de los muslos. Sus nalgas habían quedado protegidas y solo podía entonces ganar un esforzado esbozo de su contorno. Volví sobre el cigarro, inhalando por mucho lo que más pudiera. El humo llenó mis pulmones. Su respiración serena apaciguaba el afán de la vida de afuera. Tomé entonces mi celular y busqué en el reproductor de música algo de Charlie Parker, que suena muy bien setenta años después. Estos cigarros y este saxofonista. Y Karen. ¿Qué no se puede conseguir? ¿Qué no se vuelve a conseguir? Los cigarros van muriendo, los reemplazan otros, con filtros, más caros, más baratos que los Piel Roja. A Charlie Parker aún lo puedo conseguir, aunque no en los quioscos de música pirata. El pago de la noche a Karen, dos veces ello costaría uno de sus CD. Y aun así si pagara dos, tres, cuatro, cinco veces la cantidad de la noche con Karen no podría conseguir los Piel Roja, ahora que se acaben, tal vez alguien pueda tener más, alguien que haya errado en el número de pedidos el mes pasado. Digamos, que hayan solicitado 10 decenas y en vez de ello haya puesto 12, 13 o 15.
La sábana cubre parcamente la entrada a la entrepierna de Karen y ese detalle ciertamente ha llevado a una muerte prematura al último cigarro. La sombra de la noche aún se posa en dichos lugares abscónditos. Suena entonces Yarbird Suite y lo llevo hasta el final para que suena la próxima canción que sale al azar. Se me había ocurrido antes que esa sería más apropiada para cuando estuviera saliendo de la habitación, con ese tono de marcha, de culminación. La arbitrariedad del reproductor hace sonar Menadering. Un intro decente, lento, triste. No lo esperaba, quería algo pesado. Pero me dejo llevar y me pongo en pie. Tomo un saxofón entre las manos mientras observo las piernas desnudas de Karen. El cigarro apretado entre los labios y muevo las llaves del instrumento con mis hábiles dedos. Ella gira una vez más -pido que no sea para quedar boca arriba, podría despertar- brindando su rostro a la luz que penetra impertinentemente por la habitación, de paredes blancas de hospital. Moteles baratos, cigarros baratos. El piano de Menadering cierra.
Sin embargo, algo aún más desconcertante que ello aparece en escena. Un rechinar de neumáticos. Me puse la camisa y con el pantalón ya ajustado me acerqué a la mesita de noche, arrojé unos billetes y me hinqué en el borde de la cama, le besé la espalda a Karen y la mordí tenuemente en la parte trasera de su muslo. Escuché un quejido breve. Observé alrededor en la habitación donde todo era blanco. El color me ayudó a confirmar que no quedaba nada mío. Era fácil ver algo de algún color oscuro, no sé, la billetera con los documentos, alguna parte de uno. Nada quedaba.
Bloqué la puerta con la mesita de noche. Grabé en mi mente la dirección donde había conocido a Karen, el cabaré Les Rouges, en la esquina de la cuarta con Santander. Abrí la ventana, esperé que los que habían llegado en el auto, malhumorados por demás y con ganas de matarme, entraran por el corredor principal del motel. Justo entonces, abrí toda la ventana y salté tranquilamente sobre la vereda que conducía al parqueadero.
Caminé rápido haciendo un gran esfuerzo por no correr, tarareando esa canción “a gentleman would walk but never run”. El desliz lo reconocí una vez tomé el taxi. Había olvidado el celular en la habitación.