Mi rival de Carmen Nöel

Salí a pelear
con la absoluta seguridad de que iba a ser derrotada.
Había una sombra en el agua donde brillaba el juguete de mi destino
en manos de un ser espectral.
Calculé las fuerzas de mi rival.
Traté de medir su impulso y su respiración.
Escarbé en su latido interior para descubrir lo grande que podía ser
el abismo que nos separaba.
Me sorprendí.
Era profundo como la noche y enorme como la eternidad,
solitario y vacío como el silencio,
repleto de un odio ancestral que me sesgó en incontables aristas de estrella
con solo dos golpes de su arma.

Hecho a la costumbre de la lucha,
exhibió sin pudor su técnica desconocida para mí.
No hubo angustia.
Ni gritos.
Tampoco pánico por mi parte.
Solo ese abismo plagado de aristas de estrella
y la oscuridad abrasando entre medias de los dos.
El silencio.
La nada.
La muerte.
La eternidad de un instante
en el que todo se concentra en el proceso permanente
de ese instante y nada más.

Era un combate del que ya no podía librarme.
Profundo. Distinto. Animal.

Intenté concentrar todos mis esfuerzos en aquella lucha
pero él siguió enfrentándome a los golpes de su crueldad.
Una vez.
Y otra más.
Y otra más.
Era mejor que yo.
Era superior.
Su técnica y su estrategia nada tenían que ver
con cuantos enemigos había tenido hasta entonces.
Estaba próxima a la extinción.
No quería morir.

Como un guerrero en brazos de la vergüenza,
me refugié en su sombra sin atreverme a salir.

Sentía la caricia de la muerte alrededor tentándome con su dulzura,
pero quería llegar a la derrota con dignidad,
con aplomo,
de la misma elegante manera
con que mi rival se estaba haciendo con la victoria.

Volví a levantarme otra vez.
Encaré su tenebroso rostro,
me encaramé a su mirada de sombra y poder
y caminé hasta el borde de sus fronteras.
No había desesperación.
No era posible la trampa.
No era factible escapar.
Solo había un abismo gigante de tiempo perdido acechando,
brutal y caliente,
dispuesto a atrapar al que fuera su presa más fácil.
Era él o era yo.

Medité la jugada.
Me aproximé,
esta vez, hasta el vértice de la noche,
hasta el mismo corazón de aquel abismo como si fuera a arrojarme a él.
Y salté.

Mi rival no esperaba el ataque.
Le sorprendió mi proximidad.
Se distrajo un minúsculo instante en que bajó la guardia
dejando al descubierto su debilidad.

La capturé.
Calculé, con la rapidez del rayo,
la trayectoria de lo que iba a hacer,
y rota de angustia y desesperación,
gritando por primera vez,
recogí todas las fuerzas que me quedaban
retorciendo la punta de mi daga en su corazón.

No hubo pánico por su parte.
Tampoco angustia ni gritos.
Solo ese abismo plagado de aristas de estrella
y la oscuridad abrasando entre medias de los dos.
El silencio.
La nada.
La vida.
La eternidad de un instante
en el que todo se concentra en el descubrimiento de mi victoria.

Siento la caricia de la vida alrededor tentándome con sus pulsiones.

Me acerco al rostro de mi enemigo y descubro su herida abierta.
Reconozco su sangre y sus rasgos.
Reconozco su dolor.
Su piel.
Y sus cicatrices.
Reconozco el abismo clavándose en su mirada un instante antes
y el vértice de la noche
cerrando fronteras en su corazón.

Reconozco mi daga en su sombra y sus pensamientos.
Reconozco y contemplo a mi rival entre la vida y la muerte.
Lo reconozco
porque soy yo.


© Carmen Nöel
Imagen de Gordon Johnson en Pixabay

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