Nobuyuki y la senda de las camelias encendidas


Relato galardonado con el primer premio del concurso literario de la Asociación Japón, de la Universidad Autónoma de Madrid.

La mañana era fría, tanto que parecía escarcharse en la piel como un amanecer postergado. Nobuyuki había salido de su casa cuando las primeras luces del alba daban noticias luminosas del nuevo día. Comenzó a caminar con toda la rapidez que le permitía su avanzada edad. Enseguida sintió que su rostro era un acerico en el que se clavaban los alfileres del rocío. Pero él estaba acostumbrado a los rigores del invierno. Sabía perfectamente que esa sensación era pasajera, fruto de haber pasado de la calidez de su hogar al rigor invernal que sobrevolaba por la calle, con su corazón de nieve, con su alma de hielo. Enero señoreaba sobre el aire blanquecino; tanto, que, hasta el silencio del alba, que aún perduraba, parecía guardar algún secreto helado, congelado en el tiempo. Era algo poderoso, digno para rendirse sin perder el honor.

Japonés mirando escondido tras una pared de ladrillos
Fotografía: Ginza/Tokio de Felipe Espílez

Aceleró el paso, no porque tuviera prisa, sino porque deseaba llegar a aquel espléndido paseo lleno de fragancias y colores. Nobuyuki recordaba, cuando pasaba por ahí, que su mujer siempre le repetía aquella frase de “La casa de las bellas durmientes” que había aprendido de memoria de tanto leerla: Dicen que las camelias traen mala suerte porque las flores se caen enteras del tallo, como cabezas cortadas; pero los capullos dobles de este gran árbol, que tenía cuatrocientos años y florecía en cinco colores diferentes, caían de pétalo en pétalo. Por ello se llamaba la camelia «de pétalos caídos» Era una frase que ella adoraba y que a él le gustaba oír de sus labios, aunque nunca supo si era por la propia poesía de aquellas palabras, o porque la decía su esposa, que, mirándolo bien, tenía voz de camelia. Por eso, un día le dijo a su mujer que, a partir de entonces, aquel paseo lo llamarían la senda de las camelias encendidas, porque le recordaba al fuego de su sonrisa.

Cuando hacía tanto frío, Nobuyuki pensaba siempre en la majestuosa silueta del Fuji coronado de nieve, embelleciendo, de este modo, la servidumbre del frío sobre su cuerpo. No se lo había contado nunca a nadie. Lo reservaba como algo íntimo, fuera del universo de los demás. Además, tampoco estaba muy seguro de que, si lo contaba, se entendiera bien que el Fuji le ofreciera una tibia, pero poderosa sensación, de calor lejano, antiguo, sobre su piel. Debía procurar, y en ello ponía un permanente empeño, que sus conocidos tuvieran de él un concepto de persona sensata. Eso era muy importante para Nobuyuki, aunque con la edad, comenzaba a suavizar un poco esta vieja apreciación. De todas formas, se decía: ¿a quién iba a importarle mis cosas particulares? Sólo a los cotillas. ¡Bah!

Dibujo de un templo japonés
Imagen: gnav

Tras caminar unos veinte minutos, recortando las últimas sombras, Nobuyuki llegó al templo. Atravesó la puerta Torii por el lado izquierdo, el que marcaba su corazón, y se dirigió directamente al pebetero donde las barritas de incienso quemaban su efímera existencia. Vio a varios devotos a su alrededor impregnándose las manos con el humo perfumado. Justo en ese momento, volvió a rememorar la bella imagen del monte Fuji. Algo tenía el pebetero de cráter de volcán. Las dos imágenes sagradas se fundieron en una sola, acortando distancias, distanciando soledades.

Se acercó con el firme propósito de borrar con el incienso el horrible olor que tienen los humanos para los dioses. Pero, fundamentalmente, con la idea de comunicarse con lo trascendente por medio de la purificación de la mente y del cuerpo. Quemó una barrita de incienso, mientras una extraña, aunque muy conocida sensación de paz, invadía su espíritu, que ese día parecía de nieve dormida.

Fue en ese momento cuando lo vio, cuando se percató de su armónica existencia. Era un hombre de avanzada edad. Pensó que era más viejo que él mismo. Esa sensación le agradaba íntimamente pues últimamente notaba que todo el mundo era más joven que él, lo que le producía cierto desasosiego, una especie de culpa por haber vivido más de la cuenta. 

El hombre quemaba una barrita de incienso, como si quemara recuerdos. Y cuando lo hacía, dirigía la mirada de sus ojos gastados por el tiempo, como una plegaria hecha humo en el aire de los deseos. Estuvo un rato observando sus facciones, que parecían estar esculpidas por el cincel de emociones pasadas. Algo había en él que le atraía enormemente, pues no podía dejar de observarle. Sus manos se movían como alondras y dibujaban en el aire, cuando las movía, acuarelas de olor. El humo parecía tinta china que se expresaba en el aire con gritos silenciosos.

Nobuyuki cerró los ojos unos instantes para expresar su comunicación con los dioses de una forma más respetuosa. Cuando los abrió, el hombre ya no estaba. Un frío húmedo recorrió su piel dibujando copos de nieve en sus brazos, algo cansados. Se giró para intentar localizarle, pero ya no lo vio más. Nobuyuki siguió, entonces, con sus plegarias. Pero la visión de aquel hombre lo había perturbado. ¡Qué extraño, era una sensación placentera e inquieta al mismo tiempo! Se hallaba confuso, así que se acordó del Fuji, último remedio infalible para sus momentos débiles en que la vida parecía ser más fuerte que él mismo. Eso lo tranquilizó y le permitió abandonar el lugar con cierta sonrisa, casi nacida, de sus labios de invierno.

Mientras caminaba de regreso, el día había suavizado su temperatura. Forzó intencionadamente la ruta para volver a pasar por la senda de las camelias encendidas. Cuando llegó, una de ellas, pareció sonreírle en un incendio espontáneo. ¡Cosas de viejo!, se dijo. Pero lo cierto es que aquella camelia le había sugerido el perfume interminable en el tiempo de su mujer. El sol lucía hermoso y comenzaba a dorar el bello camino, en el que los árboles dormidos por el invierno parecían esconder historias que contarían cuando llegase la primavera. Al menos, era lo que le parecía a Nobuyuki cuando los miraba, dejándolos a su paso, varados en la nostalgia.

Luego volvió a pensar en aquel hombre que tanto le había impresionado y comenzó a relacionarlo con otros recuerdos. Era una costumbre que tenía y que le hacía llenar el tiempo libre que le daba su jubilación. Relacionó aquel hombre con la historia de la Luna pálida de agosto. Siempre le habían fascinado las historias de fantasmas. Luego pensó en escribir éstas y otras impresiones pasadas y actuales en un diario. Fue entonces cuando rememoró el Libro de la Almohada de Sei Shonagon que tantas veces había leído. Hacía tiempo que él mismo quería escribir un libro de almohada, pero nunca había dejado de ser sólo un deseo, intenso, sí, pero nunca comenzó a hacerlo. Quizás porque le impresionaba la belleza de las historias de la poeta y pensaba que él no podría estar a esa altura.

E inmerso en esos pensamientos y en otros, fue salvando la distancia que le separaba de su nuevo destino. Muchos días se dirigía allí. A aquel precioso parque, no muy lejos de su casa, donde se reunían, algunos conocidos y otros no, a jugar una partida de ajedrez. Generalmente, personas de avanzada edad. No importaba, claro, ganar o no la partida. Lo interesante era estar con otras personas, algunos ya casi amigos, para compartir las delicias del juego y darle a la mañana tiempo para que se asentara sobre el loto del día.

Llegó allí en unos momentos que le parecieron cortos, pues sus pensamientos parecían tener también pies que le ayudaban a recorrer el camino. Cuando llegó todas las mesas estaban ya ocupadas por jugadores que, en silencio, se deleitaban con la magia del movimiento de las piezas sobre los tableros, la mayoría de ellos, un poco gastados por las inclemencias del tiempo, que borraba dibujos y agrietaba maderas.

Nobuyuki se dirigió a la mesa en la que había un jugador esperando compañía para comenzar una partida. Tras hacer una reverencia se sentó en la silla desocupada y saludó a su nuevo compañero. ¡Era él, el hombre del templo! Sus ojos de miel le deslizaron una mirada que le cautivó.

  • Buenos días, le dijo, con voz de garza. Nobuyuki contestó atentamente, un poco abrumado por la sorpresa.

Echaron a suerte quién debía iniciar la partida.

  • Salgo yo, dijo el oponente, con voz de agua.

La partida transcurrió agradablemente, alternándose entre ambos jugadores las posibilidades de victoria, aunque, como antes se ha dicho, eso era lo de menos. Aquel hombre, que infundía un extraño sosiego a su alrededor más inmediato, más cercano, iba preguntándole muchas cosas sobre su vida. Y aunque a Nobuyuki no le gustaba contar nada sobre su vida privada, le respondía con total naturalidad, como si fueran amigos de siempre, de siempre…

Al cabo de un rato, el extraño que ya no lo era, le preguntó sobre su mujer. Nobuyuki le puso al corriente de que había fallecido hacía, precisamente hoy, once años.

  • ¿La echa de menos?, le preguntó.
  • Todos los segundos del día, le contestó Nobuyuki, con una nostalgia que se hacía azul en el aire.
  • Bien, pues pronto volverá a verla, le contestó dulcemente.
  • ¿Cómo dice?, le interrogó Nobuyuki, un poco nervioso.
  • ¡Jaque mate!, sentenció el hombre de las facciones sin tiempo.
reina tumbada en un tablero de ajedrez
Fotografía: Pexels

Y en ese momento, Nobuyuki se deshizo de los latidos de su corazón, como las hojas de las camelias cuando buscan el suelo.

El hombre se levantó pausadamente y abandonó la mesa de juego. Su figura se perdió entre la incierta bruma dorada de un fragmento de la mañana. Sobre el tablero, Nobuyuki, con una sonrisa de enhebro, yacía bajo los rayos del sol que acunaban su silueta inmóvil. Un ruiseñor trinaba un extraño canto que nadie conocía. En la mano de Nobuyuki, la reina, apretada con las últimas fuerzas de sus manos gastadas. A su lado, una camelia encendida, sonreía a la mañana.

¡Nadie supo jamás qué deseo pidió Nobuyuki en el pebetero!

Era un día cualquiera de enero y el Fuji lloró lágrimas de fuego.

© Felipe Espílez
Fotografía: Pebetero de un templo japonés por Felipe Espílez

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies