Noche tropical
Me siento, esperando que la cafeína haga su efecto y me recuesto de manera desconsiderada en la silla, llevando mi cabeza atrás para fijar mi mirada en el techo. Miro el reloj del celular, las 10.30 p.m. Abro la ventana y dejo que el vapor tibio entre lentamente y se mezcle con el aire frío, artificial, muerto, de la máquina incrustada en la pared. Miro por la ventana, haciendo un movimiento parsimonioso, de sur a norte. Las calles lucen vacías, están vacías. Yo podría llenarla con personas, motos, autos. Autos antiguos, autos modernos. Una carrosa. Las calles, pues, están vacías. Al frente de mi ventana los árboles cubren toda la cuadra hasta la próxima calle. Hacia el sur, los faros del alumbrado público lanzan una luz amarilla mortecina y tratan de darle significado a la calle. Respiro nuevamente el vaho seco y tibio del trópico, diviso las calles por última vez y cierro la ventana. La sensación correntosa del aire trata de cambiarme el pensamiento, de distraerme. Recorro mi paladar con la lengua y me hallo seco. Sí, sediento. Observo la botella de litro de agua vacía, sobre la mesa, al lado de la carpeta y un libro. La botella se mueve al débil vaivén de la corriente del aire artificial. Corto esa escena y más bien cambio el horizonte al sofá de tres puestos, dispuesto atrás de la ventana que he acabado de cerrar. Sobre el sillón, otra botella de litro, con un poco más de un cuarto de agua. Camino con prontitud y me arrojo sobre ella como si fuera el último hilo de esperanza, sabiendo que lo es. Trato de identificar su sabor en medio de los matices: ¿agua del grifo? ¿agua del filtro? ¿agua de la tienda? Ya no recuerdo. Parce que el sopor de la tarde me enredó en su confusión y terminé perdiendo mi cordura. Agua después de todo. Bebo y dejo que baje por mi esófago; cae al estómago y me regreso al interrogante anterior. Siento una pesadez; la cabeza pesa. Maldigo el café instantáneo; no cumple su función. Observo su pequeño frasco con desdén y duda. Evoco la calle, miro la botella vacía, miro la otra, a casi un cuarto. Imagino la botella de agua fría, llevándome su boquilla a la boca y bebiéndomela casi por completo. Tomo las llaves de la puerta, deposito unas cuantas monedas en mi bolsillo. El celular se cruza camino al interruptor del foco. Lo observo con indiferencia; prosigo. Apago las luces, palpo nuevamente las llaves dentro del bolsillo, palpo las monedas y me olvido del celular. Abro la puerta y recibo de lleno el castigo del aire tibio y húmedo. Es belleza la soledad de las calles. No imaginaría nada que manchara ello. No se necesita al hombre, concluyo, salvo el que me va a vender la botella de agua. Cierro la puerta con cuidado. Hermilda debe de estar durmiendo. Giro la llave dos, tres, cuatro, cinco veces. Emprendo mi caminata hacia la tienda. La tienda está cerrada, claro. Debe de haber otro lugar abierto -una farmacia, un prostíbulo donde vendan agua, un bar donde vendan agua. Camino por la calle vacía hacia el sur, tal vez sea -es- la calle séptima. Dejo que las ramas de los árboles de baja altura acaricien mi cabello y me dejo inundar de este silencio sabroso. Una moto pasa por el cruce que he dejado atrás. Rompe el silencio. Prosigo. No recreo la avenida que sigue para no pensar en las tiendas y supermercados que ya habrán cerrado. El hospital, el quiosco del hospital, quiero decir. Al llegar a la esquina doblo a la izquierda, al oriente, más parches de oscuridad y más luces mortecinas. Imagino la botella de agua fría, la evaporación después de quince minutos sobre la mesa, dejando todo un reguero de líquido sobre ella. Al fondo, en la avenida, una, dos motos pasan, distanciada una de la otra, tal vez ocho segundos. Cuento los segundos hasta cuando pase otra, cuento, cuento. Imagino la botella toda humedecida y helada. Pasa una moto. ¡Treinta segundos! Sigo contando y he llegado a la esquina. Veo el faro de alguna moto que viene del norte. Dirijo mi vista al sur, un auto por el otro carril, subiendo. Las brillantes luces blancas del hospital hieren mi visión. El contorno de la caseta ha sido desnudado por los faros impertinentes. Bloqueo el siguiente pensamiento que venía haciéndose camino por las neuronas, le doy muerte, o lo pongo entre paréntesis, como Husserl, y prosigo. Ya me imagino las manos sosteniendo la botella plástica, el ruido peculiar cuando se aprieta. Dejaría caer unas cuantas gotas en la tierra rojiza de la acera contigua al hospital para cantar victoria y agradecer a algo, a la tierra, digamos. Me detengo a la altura de la caseta roja, del otro lado de la calle. Silencio los pensamientos no deseables. Los callo. ¿Cómo se calla un pensamiento? Salto sobre la avenida desierta de doble calzada, paso desafiando la sensatez de mis neuronas, de mis sentidos. Llego al separador. Primer tiempo, pausa, tregua. Mi garganta reseca cree sentir el agua fría que baja en cascada a través de ella; los pensamientos fugados también lucen mal, ridículos. Victorioso, dirijo mi mano al bolsillo, tomo las monedas sin sacarlas; las palpo todas porque es precio exacto. Bajo mi pie derecho a la segunda calzada, a tan solo tres metros de distancia del quiosco del hospital, de la botella de agua helada que iba a terminar mi suplicio. Antes de ser sorprendido por cualquier reproche o remordimiento, libero de todo constreñimiento a mis piernas. Ellas hacen su trabajo, me he lanzado sobre la calzada y liquido cualquier pensamiento intruso que me impida llegar a mi destino. Sin embargo, cuando el ruido externo se agudiza y sobrepasa la capacidad callar los pensamientos y las decisiones, el proyecto se viene al piso. Ingresa por mis oídos un rechinar fuerte de neumáticos y quebranta en ese instante el solemne silencio de la noche tropical.
© J.Rojas
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