Nuestro Mes de la Patria (Chile)

Septiembre es mi mes favorito. El 18 y 19 de septiembre se celebran nuestras Fiestas Patrias y además, en mi niñez, la fecha estaba asociada a las vacaciones escolares, elevar “volantines (cometas, barriletes) y vestirme “de remojo”.  La tradición consistía en comprar y usar ropa nueva, “de media estación” (primavera) que incluía chaleco y zapatos blancos. Así vestidos asistíamos al circo “Las Águilas Humanas”, donde los trapecistas volaban ejecutando acrobacias mortales en las partes más altas de la carpa circense. Era también la fecha de los estrenos de películas infantiles, de las mágicas producciones de Disney: Fantasía, La Cenicienta, El mago de Oz y Bambi.

En mi adolescencia me atraía más nuestra Fiesta Nacional. En compañía de mis amigos llegábamos orientados por el olor de las “empanadas de pino” (masa rellena con carne, cebolla y otros condimentos esenciales) que salían del horno de cada casa y de cada “ramada” o “fonda”. Se trata de  improvisados o muy bien armados locales de madera y ramas de eucalipto, aromo  y hojas de  palmeras, lo más típico de la celebración nacional que recuerda la Independencia del país. Se levantan todos los años, llueva o truene, como sitio de jolgorio para los días que duran las Fiestas Patrias que, necesariamente incluyen el 18 y 19 de septiembre. Todo se adorna  con banderitas de Chile, luces y adornos típicos de la fiesta. Se baila todo tipo de ritmos que interpretan grupos musicales, pero especialmente, la “cueca”, nuestro hermoso y alegre baile nacional, acompañados con  arpa, guitarras y variados instrumentos típicos.

Ahora, en una edad más madura, admiro las coloridas flores, plantas y árboles que avisan la llegada de la primavera. El aire se llena de aromas, abejas y picaflores que entran y salen de las flores. Se respira el amor en el abrazo de los enamorados, en los tortolitos y en las aves haciendo nidos.

El feriado es un bálsamo para los trabajadores que se relajan y olvidan sus problemas cotidianos. Un tradicional aguinaldo, entregado por los empleadores, se convierte en parrilladas, asados, empanadas y vino tinto, en medio de una alegría desbordante sin pensar en la próxima semana.  Esto último se convirtió en una popular frase expresión del regocijo:

Compaire, vamos a echar la casa por la ventana este dieciocho

Cecilia Byrne. “Fondas dieciocheras”, óleo sobre tela, 65x50 (1987)
Cecilia Byrne. «Fondas dieciocheras», óleo sobre tela, 65×50 (1987)

Plasmé mis recuerdos juveniles en las fondas dieciocheras, con nombres como “El roto chileno”, “El loro con hipo”, “El guatón Loyola” y “La comadre Lola”.

En la lista de precios, que aparecen en la entrada, están las ofertas y sus precios:  empanadas de pino, pequenes, chicha, vino, anticuchos, pisco con bebidas y el exquisito trago que nos ha dado fama mundial: ¡El famoso “¡Terremoto”, cuyos ingredientes logran que a uno se le mueve fuerte el piso! (No hay turista que no lo haya probado).

Los comensales, en mesas con manteles tricolores, saborean sus preferencias en un ambiente con guirnaldas de papel, banderitas chilenas, la música folklórica y el baile de las parejas.

Afuera, los representantes de la ley y el orden, los carabineros, imponen su presencia para la seguridad de las familias asistentes ante posibles situaciones conflictivas derivadas del consumo excesivo de bebidas alcohólicas.

En los cielos azulados bailan también los volantines y  los globos multicolores que escaparon de las manos de los pequeños, mientras el vendedor sigue circulando con su manojo de esferas infladas buscando compradores.

Cecilia Byrne.” Ramadas de campo”, óleo sobre tela, 65x50 (1988)
Cecilia Byrne. «Ramadas del campo», óleo sobre tela, 65×50 (1988)

Para no dejar de lado las celebraciones en los sectores rurales pinté “Ramadas de campo”. Son de mayor tamaño y se aprecian  los huasos luciendo mantas de colores, espuelas y sombreros de fieltro o paja. Llegan montando sus aperados caballos que amarran a la vara desnuda de eucaliptus y se dirigen al interior a buscar a las solteras para invitarlas a bailar.

En estos lugares no faltan los juegos tradicionales como “el palo encebado”, “la rayuela”, carreras de tres pies y en sacos, tirar la cuerda y las carreras de caballo “a la chilena”.

Al fondo del cuadro se ve un campesino trepando por un palo encebado con grasa para dificultar el ascenso a pie pelado y sin escalera ni ayuda, y llegar a conseguir el manojo de billetes que se encuentra en la punta.

La rayuela en un espacio en la tierra, cercado de madera de un metro cuadrado y quince centímetros de alto, relleno de barro y con una lienza que la atraviesa en el centro. Cada jugador lanza dos “tejos” de metal desde una distancia convenida. El tejo que queda más cerca de la lienza obtiene puntos y la que cae medio a medio de ella, gana el mayor puntaje.

Cecilia Byrne. «Niños encumbrando volantines». Óleo sobre tela, 65×50 (2019)

Los recuerdos más hermosos de septiembre son la fabricación y elevación de volantines con mi padre. 

Septiembre es un mes de vientos y para aprovechar este regalo de la naturaleza, con mi papá teníamos el ritual asociado a los cometas de papel. Comprábamos papel delgado de colores llamativos. Dibujábamos diseños originales. Cortábamos y pegábamos sobre varillas de bambú los papeles en un cuadrado de cuarenta centímetros, con cola de hueso caliente. Eran dos varillas de bambú, una recta en la diagonal del papel cuadrado y la otra, cruzada con forma arqueada.

Saliendo de la fabricación, lo más importante son los tirantes. Con un palillo delgado se perforan a ambos lados de la varilla arqueada, a cuatro dedos de la intersección con la recta, y el tercero, en la varilla recta formando un trípode invertido amarrado al esqueleto de bambú con el mismo hilo que se usa para elevar el volantín.

Normalmente amarrábamos una cola llamativa de tiras de papeles coloridos,  en el extremo de la varilla recta, para buscar la estabilidad necesaria en su baile celestial.

El segundo paso era el traslado de los volantines a una zona libre de árboles y cables eléctricos para elevarlos sin problemas. Para encumbrarlos se requieren dos personas: una sostiene el volantín para lanzarlo al cielo y la otra, a diez metros de distancia, con el hilo en su mano comienza a elevarlo con movimientos que guíen su trayectoria.

En la competencia ganaba quien lo encumbraba más alto, lo mantenía por más tiempo y evitaba que el volantín se enredara en un árbol o cable eléctrico.  Los más avezados competían  tratando de cruzarse con el hilo de otro volantín, frotarlo  para producir un roce, cortarlo  y “mandarlo a las pailas”, es decir, lejos, lejos, donde nadie pudiera rescatarlo. Ganaba el que nadie pudo “mandar a las pailas” y se mantuvo ufano y glorioso en el cielo azul de septiembre.

El día terminaba con nosotros agotados por el ejercicio, felices por haber compartido una tarde familiar y el trabajo en equipo en el juego de los volantines.


Texto e imágenes © Cecilia Byrne

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