Ofrendas
Las hojas de la ventana se abren de golpe. Marco corre y se apoya en el alféizar para asomarse con mayor facilidad. Nada. El jardín está vacío. Cierra la ventana, asegurándose de correr los pestillos, y regresa al sillón. Entrelaza los dedos detrás de la nuca y levanta el mentón. Los recuerdos son tan recientes que siguen adheridos a sus sentidos. El hedor de la sangre y el miedo. Los gritos y los gemidos. La horrenda visión de los cuerpos mutilados. La tibieza de las entrañas. El sabor de la carne. Marco escarba sus dientes con la punta de la lengua, como buscando restos de comida, y luego escupe sobre el suelo. No está preparado. No todavía.
El robo sería sencillo. Los viejos guardaban el dinero en una caja fuerte empotrada tras un cuadro. Arturo sabía la combinación. Llevaba seis meses trabajando como criado en la mansión. El plan parecía infalible. Cuando se retirara a la casa de la servidumbre, Arturo dejaría sin seguro la puerta de servicio de la mansión y desactivaría las alarmas.
Un golpe seco hace que Marco se levante de un salto. Ahora es la puerta la que se ha abierto. Vuelve a sentarse. Tiene la certeza de que es inútil cerrarla.
El plan se desarrolló sin imprevistos. Marco abrió la caja fuerte. Debía haber una fortuna en billetes y joyas. Llenó su bolso de lona y, cuando se disponía a marcharse, escuchó el primer grito. No supo distinguir si era un grito humano. Lo mejor era no averiguarlo. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, escuchó el segundo grito seguido por la lastimera voz de Arturo. Apretó el bolso al tiempo que acariciaba el arma en su cintura. Inconscientemente, estaba a punto de tomar una decisión.
Ahora, sentado en aquel sillón, ríe tristemente al comprender que su decisión de aquella noche fue un error. Levanta las manos y las hace girar frente a sus ojos. Todavía son unas manos normales. Todavía son sus manos.
Marco dejó el bolso junto a la puerta y esgrimió el revólver. En la oscuridad de la casa se guio por los gritos de Arturo. Ahora eran más constantes. Llegó a un enorme salón iluminado por unas cuantas velas. Arturo estaba acostado sobre una mesa. Los viejos lo rodeaban mientras murmuraban unas extrañas palabras. Marco entrecerró los ojos. Había un pequeño animal sobre el pecho de Arturo. Comprendió al instante la razón de los gritos. La criatura arañaba y roía la carne intentando llegar al interior de Arturo. Marco comenzó a disparar.
Marco escucha voces. Se lleva las manos al estómago y cae de rodillas. El dolor se intensifica. Está bañado en sudor. Las voces están cada vez más cerca.
Las balas se acabaron pronto. Ninguno de los viejos parecía herido. Sin embargo, Arturo no había corrido con la misma suerte. Uno de los tiros le había dado de lleno en la frente. Marco echó a correr, pero antes de que llegara a la salida sintió las delgadas pero fuertes manos que lo sujetaban, que lo arrastraban hasta el salón, que lo acostaban sobre la mesa, que colocaban sobre su pecho a la asquerosa criatura que lo miraba con unos ojillos iluminados por una maligna inteligencia y que en todo momento parecía sonreír.
Marco sabe lo que está a punto de suceder. La criatura también lo sabe. Los viejos entran en la habitación y se arrodillan frente a Marco. Los viejos estiran los brazos, presentando sus ofrendas envueltas en pequeñas frazadas. Marco suplica en silencio que no se trate de lo que está pensando. Los viejos retiran las frazadas y los bebés comienzan a llorar. Dentro de Marco, la criatura se agita con satisfacción.
© Kalton Bruhl
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