Parque Liborio
Los sábados en la noche resultaba en el mismo sector. Había tomado un taxi en el Jubileo y después de veinte minutos ya había llegado al parque Liborio. Las primeras nubes ascendían ya desde el valle que yacía a la distancia y empezaban a cubrir las casas del alto. La brisa fría lo obligó a cubrirse más. Inició su recorrido rutinario por el parque al tiempo que algunos habitantes de calle buscaban inquietos el porvenir entre los depósitos de basura del sector. A la luz del día el aspecto sombrío de la noche lo cubrían los automóviles en reparación que yacían muertos sobre las aceras y unos hombres cubiertos de grasa y aceite de meses, de años, se debatían contra la aridez económica de los días de febrero.
Sintió la calma, la abstracción de la noche. Los comentarios de los otros sobre lo que les servía. Por momentos la brisa se hacía más fuerte. Traía algún escándalo de los bares de más allá. La otra ciudad yacía detrás de todo ello, allá donde las luces parpadeaban y cuyo cosmos se yuxtaponía al universo donde estaba en ese momento. Se sentó en una de las bancas del parque recostándose con confianza. Extendió las manos sobre el espaldar y por primera vez fue consciente de lo que le faltaba. Observó las edificaciones derruidas por el paso del tiempo. En sus ojos brillaron los destellos de dos hogueras improvisadas en la esquina opuesta. Algunos habitantes de calle probaban algunos fogones improvisados. Las lecturas sobre fenomenología y Nietzsche tenían un efecto sedante. Y lo prolongaba con las salidas al parque Liborio. Lo que echaba de menos era a Caterine. Sí, esa mujer que lo acompañaba en sus noches de devaneo. Miró hacia la esquina de la carrera doce y calle veintiuna. El café Tres Esquinas lucía sus luces azules y rojas y un aviso de neón desproporcionado venido a menos.
Vino entonces a su memoria el comentario sobre el joven Heinrich von Stein. El joven que había muerto demasiado temprano en su vida. Había durado perdido en quién sabe qué cosas durante tres días. Pero Nietzsche lo había descrito como el estar en una borrasca de libertad. Los ventanales del café se hicieron trizas y dos hombres salieron expulsados. Sonaba una canción de Charlie Figueroa y tan solo un hombre y una mujer de vestido corto salieron tímidamente a la puerta a presenciar la trifulca. El ladrido de algún perro echado y el grito de alguien azuzando se lograban discernir. Miró su reloj que marcaban las diez de la noche. Caterine vendría seguramente. Terminaría su turno más temprano. Lo había prometido; era sábado.
Entonces salirse y perderse era estar libre, pensaba. Aunque el hombre siempre habría de estar encarcelado en ciertos dilemas por más de que se perdiera en largas caminatas o divagara eternamente. Los hombres de la pelea ya habían desaparecido al interior del establecimiento. Las nubes ya habían cubierto el barrio del alto y el frío se acentuaba más. Sacó el libro de Ecce Homo para tolerar más la espera. Miró hacia el café y nada más sucedía. Abrió el libro en el punto donde el separador le indicaba la página. Lo primero que halló fue una frase subrayada con lápiz: … “puede la enfermedad incluso ser un enérgico estimulante para vivir”… alzó su mirada de nuevo hacia el café mientras permitía que el enunciado fuera asimilado por la mente como cuando se bebía una copa de aguardiente. Miró nuevamente su reloj y no pudo engañar a su desespero. Se incorporó y caminó por la acera con paciencia, queriendo disimular. La canción de Charlie Figueroa se repetía. Vería de nuevo a Caterine; su corazón disentía del ritmo de su caminar.
Llegó al cruce de la carrera doce, por lo demás, desolado. La oscuridad del café solo la rompían ocasionalmente las luces azules y rojas. Cruzó la calle veintiuna y se detuvo justo al lado de la ventana destrozada. Sonaba ahora un tango de Alfredo de Angelis. Toda su vida había escuchado su canción por su padre que había sido un tanguero empedernido. Había muerto de un coma etílico.
Entró lentamente al café, abriéndose paso a través de una gran cortina de humo. Miró alrededor buscando a Caterine. Intentaba encontrar algún esbozo de su rostro al tiempo que escondía su ansiedad tarareando el tango. El café se extendía a lo largo de un corredor; a su derecha se encontraba la barra, así que queriendo saber si la podría encontrar al fondo del establecimiento, fingió quererse sentar al final del pasillo. Estaba seguro que los dos tipos que atendían lo miraban fijamente. Aún más porque se había llevado su mano derecha al costado izquierdo, a la pretina del pantalón. Justo antes de llegar al fin del corredor vio a las dos parejas. Vio al tipo del tema de Caterine. Sus recuerdos pronto le llegaron sin previo aviso, lo asaltaron y en una lucha contra sí mismo por ganar algo de cordura y lucidez sacó el revólver y lo vació ocho veces al tipo del traje de paño.
© Cruz Medina
Imagen de Henryk Niestrój en Pixabay