Piernas
Ella estaba de pie, esperando mesa, frente a una de las ventanas empañadas del galpón. La penumbra muerta de la calle enmarcaba sus piernas que me recordaron en aquel momento la sonrisa de un mercader satisfecho. Miré un instante y volví a mi sopa de cocido porque no deseaba llamar la atención. Siempre he sido de natural tímido. Tomé unas cucharadas, apuré el plato. Sin quererlo, mis ojos volvieron a aquellas piernas inacabables empaquetadas suavemente, como si de un regalo cariñoso se tratara, en las mallas ajustadas. Temí que marchara cansada de esperar a que alguien terminara de almorzar y me levanté para ofrecerle el asiento frente al mío de la mesa que yo ocupaba. Nadie se sienta a comer en la mesa de otro, sin conocerlo de antemano, en el país de los gachupines. Son expansivos y superficiales, pero mantienen ese último refugio para la introspección. Quizás sean mucho más tímidos que yo, después de todo. No aceptó. Miré su cara mientras me respondía, pero sus facciones no me interesaron. No las recuerdo siquiera ahora. Pero rememoré sus piernas y tuve que insistir. Sabía que tenían la largura de la brisa de las mañanas de otoño y me vino a la cabeza como una caricia el color negro de las mallas. No voy a invitarle a nada, dije. Es solo que me da coraje ver a alguien esperar cuando tengo frente a mí una silla vacía y un trocito de mesa.
El camarero, taciturno y ausente, me trajo el segundo plato. Ella pidió unas verduras y algo más. Comimos en silencio. Yo no miraba al frente porque sabía que solo podría ver una cara sin valor, pero me consumía el saber que tenía aquellas piernas a centímetros de las mías, bajo la mesa de madera barata y los manteles de papel tristemente cincelado. El silencio era tan potente, estando el local repleto, que me inquietó porque me recordó una ausencia. ¿Qué es el silencio más que una ausencia concentrada?
Cuando terminé el café y pagué mi cuenta, justo antes de levantarme, miré de frente. Comía ella un filete tristemente servido con unas patatas grasientas y monocordes. Sin entonación, como el que reza a un dios en el que realmente confía y al que no necesita impresionar dije “sus piernas son con toda seguridad las mejores de la ciudad, querida señora.”
Desperté, entrada la mañana, en medio del campo.