“¡Por allí resopla!”
Todos hemos escuchado siempre la característica frase de los ecologistas y pensadores animalistas de “¡Salvad a las ballenas!”. Pero ninguno de ustedes, o muy pocos, se han detenido a pensar la verdadera historia ocurrida tras este genocidio animal que tuvo su apogeo entre los siglos XVI y XVIII y que aún a día de hoy, pese a su inutilidad y carácter absolutamente innecesario, se sigue llevando a cabo.
Para entenderlo, hay que remontarse hasta comienzos del siglo XVI y finales del XV. La historia nos cuenta que en 1492 Cristóbal Colón descubrió América, pero la realidad es que Leif Erikson, “El Afortunado”, había arribado al continente, en concreto a las costas de Canadá, mucho antes que Colón (entre algunos otros europeos que pudieron llegar antes que el supuesto italoespañol). La leyenda cuenta que incluso los balleneros vascos llegaron a Canadá mucho antes que él y su tripulación.
Saliendo de puertos como el de Pasaia, (Gipuzkoa) u Ondarroa (Bizkaia), la tradición ballenera vasca se remonta a siglos y siglos pasados. Aunque esta teoría de la llegada anterior a Colón no se ha podido demostrar, las crónicas apuntan a que los vascos fueron los primeros, o de los primeros, en fondear en las costas de lo que ahora es Terranova y Labrador en sus sangrientas aventuras de las pesquerías de ballenas. Puesto que la caza de la ballena y su botín era un negocio millonario, las zonas de fondeo y pesca eran un secreto bien guardado por los marineros más avezados, que mantenían las mejores localizaciones en receloso secreto.
Incluso Thomas Jefferson, el tercer Presidente de los Estados Unidos de América, dijo un día:
“Los balleneros europeos, en concreto los vascos, fueron los verdaderamente encargados de comenzar todo esto. De poblar todas estas tierras y de descubrir al mundo conocido la técnica de caza industrial de ballenas.”
En mi última novela, que actualmente me encuentro terminando, menciono la pequeña crónica de un muchacho que se enrola en un barco ballenero vasco que recorre el noroeste de Europa y termina en el antiguo puerto ballenero vasco de Red Bay, en Labrador, Canadá.
Hace falta informase mucho para darse uno cuenta de la verdadera industria ballenera que se mantuvo activa durante varios siglos en el mundo. Desde Nantucket hasta Pasaia, y desde el Cabo de Hornos hasta Japón, los balleneros perseguían a estas formidables criaturas a las que daban caza durante horas para hacerse con su carne y sus recursos, especialmente el saín, la grasa de la ballena. Durante los siglos XVI en adelante, el aceite de ballena fue un bien de primera necesidad para muchas de las sociedades más avanzadas de la época.
Actualmente, un galeón cargado hasta arriba de barriles de saín podría alcanzar (en proporción a la época) 8.500.000 € y una barrica de aceite 8.500 €.
Está claro, y la estupidez humana no deja lugar a dudas. Ante semejante despliegue de beneficios, cacemos a las ballenas hasta casi extinguirlas.
Aunque las crónicas balleneras escritas no son tan numerosas como cabría esperar, uno puede acudir al sencillo, aunque denso, clásico de Herman Melville de 1851, Moby Dick, para hacerse una idea de todo el sufrimiento que provocamos a estos titanes del océano a los que se les concedía apelativos como “bestias satánicas”, “demonios del mar” o “monstruos sedientos de sangre humana”. De hecho, y como apunte eminentemente cómico, durante el desarrollo del libro, la única vez que sale un marinero español es para realizar un comentario racista y organizar una pelea. Da qué pensar ¿eh? Seguramente sería la persona non grata del Pequod, el navío del Capitán Ahab.
Bueno, pues cuando el marinero que disfrutaba de su turno de vigía en la cofa de los galeones divisaba el inequívoco chorro del surtidor de una ballena, los marineros, arponeros y descuartizadores se afanaban a poner en funcionamiento toda la maquinaria. Destapaban las chalupas (lanchas de los arponeros) y se dirigían a toda prisa a tratar de asesinar al inocente animal, que incluso con su suprema inteligencia del reino marino, no alcanzaba a comprender porque sucedía lo que sucedía.
La caza de una ballena, en aquella época, e incluso ahora, se podía alargar durante horas. Horas en las que el animal era arponeado sin piedad una y otra vez, desangrándose y sufriendo hasta límites extremos. Incluso en muchas ocasiones el cetáceo reunía el valor y el coraje necesarios para sumergirse e intentar despistar a sus captores, de manera que no pudieran volver a localizarla. Y de hecho, hay crónicas escritas que demuestran que una ballena arponeada en el Cabo de Hornos, Chile, sobrevivía a la escaramuza y se le volvía a ver años siguientes en las costas Japonesas o del Pacífico de Norteamérica.
A mí esto me recuerda incluso al salvajismo practicado por cierto pueblo castellano que no me apetece ni mencionar, en el que se “arponeaba” a otro mamífero hasta matarlo. Pero aquí era por diversión, no por beneficio. Muy bonito.
En uno de mis viajes a Islandia, he conocido a decenas de islandeses que se encuentran actualmente en contra de la pesca de ballena por motivos obvios, por lo menos en el siglo XXI. Y sin embargo, y muy a mi pesar, Islandia es una de las naciones del planeta que continúa con esta barbarie que no tiene cabida en la sociedad actual.
Como me dijo aquel muchacho de Húsavik, Islandia, la caza de ballena es cruel y absolutamente innecesaria.
¿Se imaginan ustedes transcurrir seis horas recibiendo arponazos una y otra vez, una y otra vez hasta que tu cuerpo, desangrado y moribundo, diga basta y comiencen a descuartizarte estando incluso todavía vivo?
Pues querido lector/a, eso sigue ocurriendo a día de hoy. Ballenas que son masacradas durante horas, calderones que se acercan curiosos al reino de los humanos y son aniquilados sin piedad por feroeses atados a tradiciones sin sentido, tiburones que son pescados para cortarles las aletas y, mutilados sin piedad, son devueltos al mar, en el que mueren entre terribles sufrimientos sin ser capaces de moverse…
Yo jamás le diré a un inuit o sami que no cace pequeños cetáceos o focas para su subsistencia. Pero sí le puedo decir al mundo, que en el siglo XXI encontrándonos en esta cúspide tecnológica, debemos cuidar el océano, no solo para dejar un buen legado a nuestros hijos y nietos, sino para respetar a sus habitantes que llevamos masacrando sin piedad durante siglos.