Refugios
Dedicado a María Galve
Hasta que empezó el confinamiento, yo solía ir a la residencia, donde ahora vive, a ver a María. María es la madre de mi cuñada. Se ha empezado a encorvar y necesita bastón. En agosto cumplirá noventa años. Y ojalá que pueda volver a celebrarlo con todos sus hijos y nietos, como suele hacer cada cumpleaños.
Tiene los ojos vivos y el pelo ondulado. Ese pelo ondulado del que se enamoró Antonio, me cuenta. Antonio, que la mira desde la foto en blanco y negro de cuando eran novios, desde la estantería de la habitación llena de luz.
Echo de menos subir cada martes a verla, a jugar varias partidas de guiñote que siempre me gana con amplia diferencia, porque a mí nunca me gustó demasiado esto de las cartas. Y a ella, que aprendió a jugar con sus padres y sus hermanos cuando era muy pequeña, sí. Antes de venir a la residencia, practicaba juegos de cartas -café con leche y pastas- con su hermana Benilde. Y desgranaban recuerdos de toda una vida juntas las dos. Desde que vino a la residencia, los martes jugaba conmigo y, entre partida y partida, me iba contando cosas de un pasado que siempre recuerda muy bien. Lo repite en su corazón miles de veces. Coloca los recuerdos encima de la mesa como si fueran soldaditos después de una batalla. Desperdigados, sin orden, porque unos y otros se agolpan en la cabeza, reclaman su sitio para volverlos a recordar y a revivir.
Ahora que ya no podemos jugar a las cartas, nos llamamos. Me sigue regalando recuerdos de su adolescencia y de su juventud, de la abuela María, su suegra, a la que tanto quería… Me cuenta cuándo empezó a salir con Antonio, dónde viajaron de luna de miel. Me habla de su infancia marcada por la guerra… De la guerra, tan terrible en la provincia de Teruel. De los maquis, que venían de noche al mas pidiendo ayuda. De la dureza de la posguerra… Todo eso que los ojos infantiles de entonces no olvidarán jamás.
En nuestras últimas conversaciones, se acuerda de los refugios en unas cuevas cerca del pueblo, a los que corrían a refugiarse todos. “Empezaron a salir del refugio delante de nosotros –me explica- y los soldados estaban esperando fuera para disparar. Mataron a la gente que iba saliendo hasta que llegó uno que mandaba y les gritó: “¡¡basta, he dicho que ya basta, se acabó!!” y entonces dejaron de disparar. Pero ya habían matado a unos cuantos. Nosotros, mis hermanos y yo, íbamos con mi madre. Éramos cinco hermanos. Como éramos pequeños, nos agarrábamos a ella. Mi madre se había esperado la última para salir. Gracias a eso, porque si hubiéramos salido los primeros, nos habrían matado también”.
Sin saber por qué extraña asociación, compara los refugios con el confinamiento de ahora. “Pero ahora –me dice- sólo es cuestión de quedarnos encerrados en casa. Y no salir. Estamos bien, aunque estemos encerrados…”. Se queda un momento callada y yo entiendo el resto del mensaje: cuando salgamos, nos espera la luz del sol. Si seguimos confinados hasta el final, podemos esperar sobrevivir.
Texto © Blanca Langa
Imagen © congerdesign